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“El juicio del Alfa”

narrada por Auren

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El agua helada me golpeó el rostro. Mi cuerpo se estremeció, los dientes castañearon al instante. Me arranqué del sueño, jadeante. Delante de mí, un Varkal sonreía, la burla dibujada en sus labios, como si disfrutara del momento.

—Hora de tu juicio, sanguijuela —escupió.

Me alzaron a la fuerza. Las sogas mordían mis muñecas, innecesarias pero útiles para recordarme mi lugar. Me sacaron de la cabaña justo cuando el alba asomaba entre los árboles, tiñendo el horizonte de un gris frío. Los Varkal, aún conscientes de lo que soy, avanzaban por rutas sombrías… hasta que uno de ellos fingió tropezar.

Caí de rodillas. Una de mis manos quedó expuesta a un rayo de sol que se filtraba entre las ramas.

El ardor fue inmediato. El humo se elevó desde mi piel, y aunque el dolor me atravesó como una lanza, lo oculté tras los dientes apretados.

—Ups —dijo el guardia con tono despreocupado—. Qué descuido el mío.

No respondí. No podían saber cuánto estaba aprendiendo de ellos... con cada paso.

Finalmente, el bosque se abrió a un claro. Allí, como una escultura esculpida en piedra viva, lo vi.

El Alfa.

No necesitaba imponerse con palabras ni gestos. Su sola presencia pesaba como la montaña. Tenía los brazos cruzados y su postura era la de un cazador paciente. Sus ojos eran de un gris inmutable, como si midieran cada fibra de mi ser, desnudando todo lo que era y todo lo que fingía ser.

A su lado estaba Nerya. Su expresión era indescifrable, pero sus ojos relucían con una tensión contenida.

El Alfa avanzó un paso, con la gravedad de un rey que dictaba sentencia.

—¿Cuál es tu nombre, carroñero?

Sentí una punzada en el pecho, pero no mostré flaqueza.

—Auren Varethos —respondí con la neutralidad justa.

El Alfa entrecerró los ojos.

—¿Y sabes quién soy yo, Auren Varethos?

—Darkan —dije—. El Alfa entre Alfas de los Varkal.

Una sonrisa apenas perceptible curvó sus labios.

—Eres listo, Auren. Pero adularme no mejorará tu destino.

Su voz se volvió más fría, más densa.

—Y si sabes quién soy... sabrás lo que hago con sanguijuelas como tú.

—¿Quién te envía?

—Nadie —dije sin titubear—. Fui desterrado de Valtheris.

Murmullos recorrieron a los presentes. Incluso entre enemigos, el nombre de la ciudadela provocaba reacciones.

—¿Por qué?

Permití que una sombra cruzara mi rostro, como si recordara algo doloroso.

—Me negué a cumplir una orden. No fue por piedad... sino por orgullo. Querían que eliminara a un grupo marcado por traición: niños, viejos, despojos que no valían la pena. Me negué porque obedecer esa orden era rebajarme. Desafiar fue mi castigo, y lo pagué con mi nombre.

La mentira tenía grietas, pero sonaba creíble. Suficientemente humana.

El Alfa no parpadeó.

—¿Qué hacías en mi territorio?

—Cazaba. No noté que había cruzado el límite.

—¿Por qué ayudaste a Nerya?

—Porque no fue a ella a quien quería salvar —dije—. Fue por la criatura que la atacó.

Eso cambió el aire.

—¿Qué era esa cosa?

Tomé aire, fingiendo pesar.

—No lo sé del todo. Pero cuando aún estaba entre los míos, escuché rumores... historias de errores de sangre. Criaturas nacidas en laboratorios olvidados, amalgamas de bestias y magia corrompida.

Los llamaban Engendros. Vi uno, hace años. Jamás lo olvidé.

Me incliné levemente hacia él, como si compartiera un secreto.

—Reconocí el olor. La forma en que cazan. Y sé cómo matarlos... o al menos por dónde empezar.

Silencio. El Alfa me sostuvo la mirada durante lo que pareció una eternidad. Luego habló sin levantar la voz, pero cada palabra pesaba como plomo.

—Eres un enemigo. Pero uno que puede ser útil.

Se giró hacia uno de sus segundos.

—Vigílenlo. Si respira de más, mátalo.

Y se alejó, como si ya hubiera dictado sentencia.

Quedé de pie, las sogas aún tirantes en mis muñecas. Pero no importaba.

Había ganado lo que más necesitaba.

Un suspiro de tiempo... y una puerta entreabierta hacia mi libertad.

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