62

El motor de la camioneta rugió por última vez antes de apagarse, y el silencio que siguió fue ensordecedor. Mis oídos zumbaban, pero no era por el ruido del vehículo, sino por el caos que retumbaba dentro de mi cabeza. Mis manos temblaban, mis piernas parecían hechas de gelatina, y cuando intenté salir de la camioneta, casi caigo al suelo. Me tambaleé, agarrándome de la puerta para no colapsar. El mundo a mi alrededor se sentía irreal, como si estuviera atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar.

Lidia estaba allí, observándome. Intentó acercarse, su mano extendida como si quisiera tocarme, pero me aparté bruscamente.

—Tú me dijiste que era una subasta —le grité, mi voz temblorosa pero llena de rabia—. ¡Me engañaste!

Ella dio un paso hacia atrás, como si mis palabras la hubieran empujado físicamente. Sus ojos no mostraron arrepentimiento.

—Si no matamos a los Alfas, esto nunca acabará —respondió, su voz calmada, casi fría, como si estuviera explicando algo obvio a un niño.
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