Ese Alfa no le dio respiro. La tomó de la cintura y la acomodó sobre las almohadas, hundiéndola bajo su sombra imponente. Su cuerpo entero la cubrió, como si fuera una bestia que reclamaba de inmediato a su exquisita presa.
Rustar rugía en su pecho, la bestia interior lo empujaba:
«¡Tómala ya! ¡Hazla tuya, hazla gritar hasta romperse!»
Raymond obedeció a su instinto, se inclinó, separando bien las piernas de Ayseli y… La penetró de golpe, brutal, sin aviso.
—¡¡AAAAHH!! —el grito de esa hembra retumbó en la habitación.
Su cuerpo se arqueó rígido, temblando. Sus uñas se clavaron en la espalda de ese macho. Raymond gruñó con los dientes apretados, el rostro hundido en el cuello de esa Luna.
—Tan estrecha… —jadeó él con voz ronca, salvaje, casi quebrada de placer.
Las embestidas comenzaron al instante. Rudas, intensas, cada golpe más profundo que el anterior.
El vientre de esa hembra se contraía con cada impacto. Sus piernas temblaban, sacudidas por la presión de ese Alfa