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Arco 1: Capítulo 3 – Susurros en la penumbra

El bosque que rodeaba Arden no dormía, ni siquiera cuando la noche lo reclamaba. Cada hoja temblaba bajo la brisa, y el aire estaba impregnado de un aroma a tierra mojada y hojas en descomposición. Mis pasos sobre la hojarasca resonaban como un tambor constante en el silencio, y cada crujido parecía un mensaje cifrado, una advertencia que mi instinto no podía ignorar. Después de tanto tiempo lejos, la familiaridad del bosque me envolvía con un abrazo incómodo: hogar y prisión al mismo tiempo. La luna se filtraba entre las copas de los árboles, lanzando haces de luz plateada que dibujaban sombras largas y sinuosas, como si el bosque mismo respirara y contuviera secretos antiguos.

Mientras avanzaba por un sendero apenas iluminado, recordé los días en que recorría estos mismos parajes con Kaelen y los demás Fénris, antes de que el fuego destruyera nuestro mundo. Cada recuerdo era un filo: la risa, las discusiones, los entrenamientos, y luego la caída abrupta, la traición y el exilio. Era imposible no sentir cómo esas memorias me seguían, invisibles pero pesadas, grabadas en cada músculo y en cada respiración. Cada sombra parecía reproducir las figuras de quienes una vez amé y perdí, haciendo que el bosque se sintiera tan vivo como un tribunal ancestral que juzgaba cada uno de mis movimientos.

Mi mente divagaba entre el pasado y la obligación presente, y fue entonces cuando lo percibí: un movimiento demasiado rápido entre los troncos, una figura que se deslizaba sin hacer ruido, demasiado ágil para ser humana. Detuve mi paso y contuve la respiración, dejando que mi instinto afilara todos mis sentidos. Los ojos de los lobos guardianes que me seguían a distancia brillaban con un fulgor salvaje, y uno de ellos emitió un gruñido bajo, alertándome del peligro. No era un juego: alguien me observaba, y la intención no podía ser amigable.

—¿Quién anda ahí? —gruñí, dejando que mi voz resonara con autoridad, pero con cuidado, midiendo cada palabra.

El silencio respondió. El viento agitaba las ramas, las sombras se movían, pero ninguna figura se mostraba. Solo había un aroma extraño, metálico y dulce, mezclado con humo lejano, como si algo o alguien hubiera dejado un rastro deliberado para atraerme. Mis músculos se tensaron; cada paso debía ser calculado. No podía permitirme errores, no cuando todo en Arden parecía conspirar para mantenerme bajo vigilancia.

Un susurro quebrado llegó desde la oscuridad, tan leve que casi podía haber sido imaginado:

—Alaric…

Giré con rapidez, pero no había nadie. Mi corazón latía con fuerza, recordándome que estaba solo… y que, al mismo tiempo, no lo estaba. Los ecos de mi pasado se mezclaban con presencias invisibles. Maeve me había advertido: “No todo es lo que parece.” Ahora, la verdad se acercaba con pasos silenciosos, jugando con mis sentidos, mezclando miedo y curiosidad en una danza que me atraía y repelía al mismo tiempo.

Decidí avanzar, pero con cautela, sintiendo cada hoja crujir bajo mis pies. Cada sombra podía esconder un traidor, un enemigo o un aliado desconocido. La luna llena comenzaba a elevarse, iluminando el terreno de manera casi sobrenatural, y pude ver marcas en los árboles: símbolos que apenas recordaba de los viejos rituales del Fénris. No eran casuales. Alguien estaba dejando señales para mí, y la intención detrás de ellas podía ser tan peligrosa como esclarecedora.

Mientras seguía el rastro, mi memoria volvió a Kaelen. Él había sobrevivido, había prosperado en Arden, y ahora servía a Lyra con lealtad inquebrantable. Cada pensamiento sobre él me recordaba que el tiempo no solo transforma cuerpos, sino lealtades. Lo que una vez fue amistad podría convertirse en enemistad silenciosa, y no podía confiar en la familiaridad como refugio. Cada paso que daba estaba cargado de riesgo, y cada respiración era un recordatorio de que el exilio no me había preparado para la complejidad de los clanes unidos bajo una misma luna.

La figura finalmente apareció entre los árboles, tan rápida como un lobo sombra. Era un hombre encapuchado, con movimientos precisos y letales. Mi instinto me gritó que no era enemigo inmediato, pero que tampoco debía confiar. Mis manos se tensaron alrededor del arma que llevaba, y mi voz se mantuvo firme mientras preguntaba:

—¿Quién eres? ¿Qué quieres?

El hombre se detuvo, y por un instante la luna iluminó su rostro parcialmente. Reconocí los ojos antes de que la capucha cayera: dorados, intensos, llenos de una fuerza que me recordó a mi propia sangre, y un dejo de conocimiento que no debería tener. Antes de que pudiera reaccionar, sus labios se movieron, susurrando:

—La verdad que buscas no está donde crees, Alaric. Ni tu enemigo es quien aparenta.

El mensaje me atravesó como un dardo invisible. Sentí que la tierra misma se inclinaba hacia mí, que cada árbol observaba, que cada sombra contenía secretos de una guerra invisible que aún no comenzaba. No entendía cómo conocía mi nombre, ni por qué hablaba en acertijos, pero la sensación era clara: alguien estaba moviendo los hilos, y yo era solo una pieza de un juego mucho más grande.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté, intentando controlar la voz temblorosa que traicionaba mi miedo y curiosidad.

El hombre no respondió. En cambio, desapareció entre los árboles como un espectro, dejando tras de sí un rastro de hojas arrugadas y un aroma metálico que me recordó a la sangre vieja de los Fénris. Mi corazón se aceleró; sabía que ese encuentro no era casualidad. Cada instante a partir de ahora estaría marcado por secretos, intrigas y la necesidad de descubrir la verdad antes de que otros pudieran manipularla.

Volví a Arden con los músculos tensos y la mente en alerta. La noche avanzaba y la luna alcanzaba su cénit, bañando la fortaleza en luz plateada. Lyra estaba en la torre de observación, y su silueta parecía inmóvil, aunque podía sentir que cada fibra de su ser percibía mis movimientos. La tensión entre nosotros se hacía más densa, y aunque nuestras palabras seguían siendo mínimas, el entendimiento tácito de que éramos peones de un juego mayor crecía con cada momento.

Al regresar al salón principal, Kaelen me recibió con una mirada evaluadora, silenciosa pero clara en su mensaje: “Observa, aprende y no falles.” La lealtad que sentía hacia Lyra lo había transformado en alguien distante, alguien que podía ser amigo o enemigo según las circunstancias. Me di cuenta de que, para sobrevivir, debía leer no solo sus acciones, sino también sus silencios, sus gestos, sus pausas. Cada segundo era información; cada mirada, una pista sobre el equilibrio de poder en Arden.

Esa noche, mientras me preparaba para descansar, los recuerdos de la masacre se mezclaban con la advertencia del hombre del bosque y las palabras de Maeve: “No todo es lo que parece.” Sentí un peso en el pecho, una mezcla de anticipación y temor, consciente de que mi regreso no era simplemente un acto de reconciliación, sino la apertura de una puerta que podría revelar verdades que cambiarían todo lo que creía saber.

Cerré los ojos, intentando calmar la tormenta interna, pero la sensación de ser observado no me abandonaba. El bosque, la luna, los lobos guardianes y cada sombra parecían conspirar para mantenerme alerta, para recordarme que en Arden, la realidad no es lo que parece y que la verdad es un arma que puede cortar más profundo que cualquier espada.

Mientras la noche avanzaba, escuché un leve crujido en la madera de la ventana. No era el viento; no era un animal. Al instante, el presentimiento se convirtió en certeza: alguien estaba allí, observándome. La brisa nocturna traía consigo un susurro apenas audible, que recorría mi habitación como un hilo de peligro.

El exilio me había enseñado a no confiar en la calma, y ahora comprendí que esta noche sería diferente. La verdad, el pasado y el destino de los clanes estaban entrelazados de manera que apenas comenzaba a comprender. Cada decisión que tomara a partir de este momento tendría consecuencias que se sentirían mucho más allá de mi propia vida.

Cliffhanger:

Un golpe leve en la ventana me hizo girar de inmediato, y la sombra de alguien desapareciendo entre los árboles me dejó con un escalofrío:

—“No estás solo… y tampoco seguro.”

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