CAPÍTULO 11 – El precio de la desobediencia
La noche se cernía sobre las montañas como un manto espeso. Tao yacía en su cama, los ojos abiertos, fijos en el techo de madera. El silencio era engañoso; detrás de él se escondían voces, pensamientos, recuerdos ajenos que se colaban sin permiso en su mente.
Era su don y su condena: escuchar lo que los demás callaban.
Aquella noche, el murmullo mental de su padre y su madre era ensordecedor. No necesitaba verlos para saber que discutían sobre él, sobre su imprudencia, sobre la desobediencia que había puesto en riesgo a todos.
Las palabras de Iker eran como piedras arrojadas al fuego: “No solo rompió las normas. La protegió, la defendió… la eligió.”
Y las de Arasy, más suaves pero no menos firmes: “Es joven, Iker. Está confundido. No ve el peligro que ella representa.”
Tao apretó los dientes y se cubrió el rostro con las manos. No soportaba escucharlos. No soportaba el eco de su decepción.
Quería silencio. Quería paz. Quería, por una noche,