La tela de araña de la dama
Isa Belmonte
El regreso de Ginebra fue un silencio de acero. Mario no habló en todo el vuelo, pero su presencia era una promesa tácita, un juramento de represalia. La rabia, en él, no era explosiva; era implosiva, transformándose en una determinación glacial que congelaba el aire a su alrededor. Yo, por mi parte, sentí la adrenalina agotarse, dejando a su paso un miedo frío y paralizante que tuve que ahogar en el vino tinto más caro de su bodega.
Vittorio Orsini había cruzado la línea. No se trataba ya de negocios o de orgullo. Había intentado desmembrar a mi familia, no con un ataque directo, sino con la crueldad metódica de un cirujano que extirpa un órgano vital, disfrazándolo de enfermedad natural. La melodía de Mozart, el gas neurotóxico, la humillación pública orquestada: cada detalle gritaba el desprecio del linaje por el ascenso.
—Ha terminado el juego, Isa —me dijo Mario, rompiendo el silencio al llegar a casa. Era el amanecer. Se había quitado el