La noche había caído sobre el Castillo de las Sombras, y mientras la mayoría de los habitantes dormían, los pasillos parecían respirar un aire pesado, como si presintieran lo que estaba por suceder.
Noctara, envuelta en su capa negra, caminaba con pasos silenciosos hacia la sala donde horas antes los consejeros habían conspirado. Sus ojos azules brillaban como gemas heladas, y en sus labios danzaba una sonrisa siniestra.
La encontró. Todos seguían allí, debatiendo como serpientes envenenadas. Varyn, Serath y Anveric discutían en voz baja, planeando cómo apartar a Risa sin despertar la ira de Rhaziel.
—…si logramos aislarla, si sembramos la duda en su corazón, el rey perderá el control —decía Varyn, convencido.
Pero de pronto, la puerta se cerró con un golpe atronador. Las antorchas se apagaron al unísono, dejando la sala envuelta en tinieblas. Un frío gélido recorrió las espinas de los presentes.
—Qué frágiles son sus palabras… —la voz de Noctara se alzó como un canto fúnebre, re