Phoenix yacía en su cama, con los ojos fijos en el techo mientras intentaba controlar el dolor que palpitaba en cada parte de su cuerpo. Sus pensamientos eran un torbellino, y el intento de organizar los recuerdos de la noche anterior era doloroso, tanto física como emocionalmente. Deslizó su mano sobre el hombro vendado, sintiendo la rigidez del vendaje y el dolor profundo que irradiaba con cada movimiento. Los moretones en sus costillas y las heridas en su espalda eran un testimonio silencioso del violento ataque que había enfrentado. Con cada toque, su mente la transportaba de nuevo a esa noche, cuando las garras y colmillos de los lobos desgarraron su piel, dejando cicatrices que probablemente nunca desaparecerían por completo.
Las damas de compañía de Phoenix, Genevieve, Eloise, Isadora y Arabella, estaban alrededor de su cama, tratando de consolarla de todas las maneras posibles. Estaban en silencio, pero la preocupaci&oa