Y yo no te pedí que vinieras

Los días en Goldhaven se arrastraban como una pesadilla interminable para Phoenix. Confinada en sus aposentos lujosos, que más bien parecían una celda dorada, su rutina era monótona e insoportable. Los guardias traían sus comidas puntualmente, siempre en silencio, con expresiones impasibles. El agua para el baño llegaba de la misma manera, llevada por hombres que evitaban cruzar miradas con ella. Esa era la máxima interacción humana que tenía. Sus días estaban marcados por un silencio opresivo, interrumpido únicamente por el crujir ocasional de las puertas al abrirse y cerrarse.

Al otro lado del castillo, el rey Ulrich recibía reportes constantes sobre el estado de Phoenix. Los guardias describían todo en detalle: lo que comía, cuánto tiempo pasaba en el balcón, cómo miraba al horizonte como si planeara algo. Ulrich escuchaba todo en silencio, sentado en su silla de roble macizo, tamborileando los dedos sobre la mesa. Había una sombra en sus ojos, algo entre preocupación y rabia, como
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