Phoenix se quedó sin reacción. El salón del banquete, con sus candelabros dorados y paredes de piedra cubiertas por tapices antiguos, parecía congelado en el tiempo. Todo a su alrededor desapareció mientras sus ojos estaban fijos en Lucian.Él la observaba con una intensidad que cortaba el aliento. Pero no había solo deseo en esa mirada. Había ternura. Había dolor. Había esperanza. Y, sobre todo, había verdad.Lucian la quería. No solo en su cama. No solo como una presencia temporal en su vida.La quería como su reina.La música cesó, y la última nota resonó en el salón antes de desvanecerse en el silencio. Phoenix se giró, deteniéndose frente a Lucian, con el corazón acelerado. Estaba nerviosa. Muy nerviosa.Lucian dio un paso adelante, con la voz baja pero firme:—Sé que es un gran paso para ti. Sobre todo después de todo lo que pasaste en el Norte, en manos de Ulrich. Pero yo no soy como él, Phoenix. Y espero que, en estos días aquí en Aurelia, haya podido demostrártelo. Estos días
Phoenix se quedó paralizada.—¿Qué? —su voz salió en un susurro casi inaudible.Lucian caminó lentamente, con los ojos tormentosos, cargados de todo lo que aún no había dicho.—Dije que puedes irte, Phoenix —repitió, con voz grave y firme—. Pero Alaric, no.El corazón de ella se disparó en el pecho. Cada latido era un estruendo, ahogando la música que volvía a sonar discretamente al fondo del salón, como si el propio ambiente también contuviera el aliento.—Lucian... no digas eso. —Intentó controlar el temblor en la voz—. Alaric es mi hijo.—Y también es hijo de mi rival. —Lucian dio un paso más cerca, y el aire pareció calentarse entre ellos—. Dijiste que confiabas en mí, Phoenix. Que confiabas lo suficiente como para decir la verdad. Así que ahora e
Las pesadas puertas del salón del banquete chirriaron al abrirse, y Arabella detuvo sus pasos en el corredor pulido de mármol negro. Los ecos del sonido de metal arrastrándose resonaron por las altas y frías paredes. Dos guardias aparecieron en el umbral, arrastrando entre ellos a una figura retorcida y furiosa.Phoenix.Su cuerpo se debatía con fuerza, con el cabello desgreñado cayendo sobre los hombros, los ojos ardientes de pura furia. Incluso rodeada, incluso encadenada, incluso contenida... había en ella un aura salvaje, algo indómito, como si en cualquier momento pudiera incendiar todo a su alrededor.Arabella se acercó lentamente, con el vestido rojo deslizándose como niebla por el suelo. Se detuvo frente a los guardias, mirando directamente a Phoenix.—¿Qué pasó con la reina? —preguntó, con una sonrisa contenida, casi demasiado educada para la situación.Phoenix levantó el rostro, con los ojos llenos de furia, y escupió las palabras:—Pregúntale a tu hermano.La expresión de A
Lucian contuvo el aliento. Por un instante, Arabella pensó que la apartaría de un empujón.Pero entonces la atrajo hacia sí, con los labios chocando en un beso que parecía más un castigo. Era áspero, implacable, con los dientes rozando su boca hasta que el sabor a hierro inundó sus sentidos. Arabella gimió, no de placer, sino de triunfo: él estaba cediendo.La levantó bruscamente, barriendo la mesa con un brazo. Platos de plata, copas de cristal, todo cayó al suelo en un estruendo cacofónico. Arabella sintió el impacto de su cuerpo contra la madera, el dolor agudo de los bordes cortantes bajo su espalda, pero no protestó. Por el contrario, sonrió, con los ojos brillando de una satisfacción perversa.Lucian rasgó su vestido con un tirón, dejando sus senos al descubierto bajo la tela destrozada. No la besó de nuevo, solo la miró, como si estuviera viendo a otra persona.Arabella lo sabía.Sabía que, en los ojos de él, ella no estaba allí.Levantó las manos, entrelazándolas detrás de su
La oscuridad de las mazmorras de Aurelia era una entidad viva, un velo sofocante que devoraba cualquier esperanza de luz o calor. El aire húmedo cargaba el hedor a moho, óxido y desesperación, impregnado en las ásperas piedras que formaban las paredes. No había ventanas, solo el brillo débil e intermitente de antorchas que apenas lograban combatir las sombras. El silencio se rompía únicamente por el goteo incesante de agua en algún rincón lejano y el ocasional chirrido de cadenas. Para los habitantes del castillo arriba, el día comenzaba con la promesa de sol y vida, pero allí abajo, el tiempo era una ilusión, y la oscuridad reinaba como carcelera implacable.Aquella mañana, sin embargo, algo rompió la monotonía opresiva. Pasos ligeros, casi inaudibles, resonaron por la escalera en espiral que descendía hasta las entrañas del castillo. El sonido era de
Por un momento, el silencio flotó, pesado como el aire húmedo de la celda. Arabella miró a Phoenix, con los ojos entrecerrados, pensativa. Luego, para sorpresa de Phoenix, asintió lentamente.—Tienes razón —dijo, con la voz calma, pero cargada de una verdad cruda—. Te tenía envidia.Phoenix parpadeó, tomada por sorpresa, pero pronto recuperó la compostura, con una sonrisa triunfante asomando.—Qué bueno que lo admites. Muy maduro de tu parte.Arabella se levantó, con movimientos lentos, casi teatrales.—Sí, te tenía envidia —continuó, con la voz ganando fuerza—. Eres hija de un alfa y una Peeira. Heredaste el lado lupino, el lado místico. Tu nombre está en la profecía. Mientras que yo… —Hizo una pausa, con la sonrisa volviéndose amarga—. Soy hija de un alfa y una mera mor
Arabella se detuvo, con los dedos alisando instintivamente el vestido mientras recuperaba la compostura. Inclinó la cabeza, con una leve sonrisa curvando sus labios, aunque sus ojos permanecían vigilantes.—Fui a alimentar a Phoenix —respondió, con la voz calma, pero con un toque de desafío.Lucian entrecerró los ojos, dando un paso adelante. Antes de que Arabella pudiera reaccionar, la tomó por los brazos y la presionó contra la pared con una fuerza que le arrancó el aire de los pulmones. La piedra fría mordió su espalda a través de la fina tela del vestido, y el impacto le arrancó un suspiro. Lucian se inclinó, sosteniendo su rostro con una mano, con los dedos firmes contra su mandíbula, obligándola a mirarlo.—¿Por qué te estás preocupando por Phoenix? —preguntó, con la voz baja, pero cargada de una inten
La oscuridad de las mazmorras de Aurelia parecía adherirse a la criada mientras sostenía la bandeja, el peso de la comida intacta: pan endurecido, carne con una costra seca, frutas que comenzaban a marchitarse. El aire húmedo y fétido se pegaba a su piel, y el sonido de sus botas contra el suelo de piedra resonaba como un lamento apagado. Delante de ella, el guardia, un hombre de rostro endurecido y ojos cansados, giró la llave en la puerta de hierro, el chirrido de la bisagra rompiendo el silencio opresivo. La criada pasó junto a él con un gesto tímido, la bandeja temblando ligeramente en sus manos mientras subía los escalones de la escalera en espiral.Cada paso parecía alejarla del infierno de abajo, pero la tensión aún la envolvía como una niebla. La escalera, iluminada solo por antorchas espaciadas, proyectaba sombras que danzaban en las paredes, como si las mazmorras intentaran re