La ciudad fortificada de Stormhold despertó envuelta en un silencio antinatural. Ningún gallo cantó. Ningún martillo resonó en las forjas. Ningún niño corrió por las estrechas calles de piedra. El único sonido era el leve susurro del viento, arrastrando hojas secas por el suelo y meciendo las banderas negras que ondeaban en las torres, los portones y las casas. En cada esquina, el dolor y el luto se entrelazaban con la fina niebla de la mañana.
Ulrich, el Rey Lobo del Norte, estaba muerto.
Los campanarios de la catedral habían repicado durante siete días y siete noches. La historia ya circulaba por todas las regiones del reino: Ulrich había enfrentado a Lucian, el Alfa tirano del Este, en un duelo sangriento, donde el Norte había vencido gracias al sacrificio de su rey. Las tropas enemigas fueron aplastadas, dispersadas, derrotadas —pero no completamente eliminadas. Rebeldes aún se escondían, acechando en las sombras de las ciudades y los bosques, esperando el momento oportuno para a