La oscuridad de las mazmorras de Aurelia parecía adherirse a la criada mientras sostenía la bandeja, el peso de la comida intacta: pan endurecido, carne con una costra seca, frutas que comenzaban a marchitarse. El aire húmedo y fétido se pegaba a su piel, y el sonido de sus botas contra el suelo de piedra resonaba como un lamento apagado. Delante de ella, el guardia, un hombre de rostro endurecido y ojos cansados, giró la llave en la puerta de hierro, el chirrido de la bisagra rompiendo el silencio opresivo. La criada pasó junto a él con un gesto tímido, la bandeja temblando ligeramente en sus manos mientras subía los escalones de la escalera en espiral.
Cada paso parecía alejarla del infierno de abajo, pero la tensión aún la envolvía como una niebla. La escalera, iluminada solo por antorchas espaciadas, proyectaba sombras que danzaban en las paredes, como si las mazmorras intentaran re