Con Alaric llorando en sus brazos, Phoenix cruzó las puertas del castillo. El hechizo de protección que había conjurado aún centelleaba a su alrededor, formando una barrera casi invisible que crepitaba con una luz azulada, repeliendo flechas y llamas como si la propia magia se negara a permitir que madre e hijo fueran tocados.
Pero afuera, el infierno se alzaba.
El cielo estaba teñido de rojo. Las murallas ardían en llamas, un fuego mágico e inextinguible lanzado por Aria, cuya presencia se manifestaba en el cielo como una aurora danzante y furiosa. Las llamas serpenteaban por las torres, y los vientos que barrían el campo de batalla —fuertes y cortantes como cuchillas— solo podían venir de Elysia, que, desde las alturas, manipulaba los aires con una precisión aterradora. Las ráfagas hacían volar a hombres y lobos, esparciendo aún má