V

Andalucía, España, 1567 (diez años antes).

 La Reconquista había acontecido hacía muchos años ya y el tiempo en que los musulmanes gobernaban la mayor parte de España estaba prácticamente olvidado. Recuerdo incómodo de esta época eran los mudéjares, campesinos musulmanes muy pobres dedicados casi completamente a la agricultura y al servicio de señores feudales que los explotaban cruelmente. Aunque por algún tiempo se les permitió practicar su religión, hablar su lengua y preservar sus costumbres mientras se mantuvieran rigurosamente aislados de la población hispana católica, en las mentes de los poderosos se fraguaba ponerle fin a esto.

 Abdul, de entonces 11 años, creció en una de las denominadas morerías andaluces al lado de sus padres y hermana menor. Como los otros mudéjares, vivían en rudimentarias cabañas pertrechas y derruidas por la antigüedad y la miseria. Asistía a su padre en la agotadora labor de sembrar la tierra desde que era un niño sin descuidar por ello sus deberes religiosos. Se le enseñó desde pequeño a leer el Corán y sus padres le contaban relatos y leyendas de las lejanas tierras de sus antepasados.

 Aún así, Abdul no era conformista y con frecuencia se preguntaba si no habría algo más en la vida que ser un simple campesino que engordaba a un señor feudal que nunca se preocupó por ellos y que los trataba como esclavos. Deseoso de cambiar el destino lastimero de sus padres y de él, seguía albergando pensamientos sediciosos que no sabía como materializar pero que, según pensaba, quizás algún día podría hacer realidad. Su sueño, mientras escarbaba la tierra bajo el sol para colocar en ella las semillas, era poder rebelarse de las injusticias que cometían contra los suyos. Dicha abstracción lo hizo detenerse en el trabajo hasta que su padre le llamó la atención.

 La morería era muy pobre y repleta de casas humildes, habitada por veinte familias mudéjares, en su gran mayoría campesinas salvo por las del carnicero, el herrero, el alfarero y el mulá encargado de los deberes religiosos y de la administración de la paupérrima mezquita en que se reunían todos los viernes.

 Los recaudadores del Marqués de Vorja, señor feudal que gobernaba a los mudéjares, llegaron hasta la aldea para recopilar la cosecha, llevándose tres cuartas partes de la misma ante los hambrientos ojos de los mudéjares que apenas tenían suficiente como para no desfallecer de la desnutrición.

 —¿Esto es todo? —preguntó uno de los cobradores, un tipo de aspecto repugnante y cabellos erizados que siempre usaba una barba de varios días y que operaba rodeado de dos rufianes grandes y bobos que lo servían sin cuestionar.

 —Sí, señor —respondió humildemente el Mulá— es todo lo que pudimos cosechar esta vez…

 —Pues más os vale que la próxima tengáis un poco más, herejes holgazanes, o la paciencia de mi señor se agotará.

 Abdul, que era un niño, ayudaba a su padre a montar los enormes sacos de grano dentro de la carreta. Al hacerlo se percató que dentro de la misma había una muchacha de unos trece años, de piel morena y ropajes gitanos, fuertemente encadenada y con rostro temeroso y lloroso.

 —¿Qué te pasó? —le preguntó— ¿A dónde te llevan?

 Pero sin aún terminar su frase, dos manoplas lo tomaron de los hombros y lo lanzaron lejos haciéndolo estrellarse contra el empedrado suelo.

 —No te metas en los asuntos de tu amo —dijo el tipo de la cabellera picuda que lo había empujado— si no quieres terminar muerto.

 —Discúlpelo, don Bartolomé —pidió el padre de Abdul— es sólo un niño y no sabe lo que hace.

 El recaudador se subió al frente de la carreta para conducirla, franqueado por los dos gandules y se alejaron con la muchacha en el interior.

Si bien los mudéjares pasaban aislados la mayor parte del tiempo, forzosamente debían realizar esporádicas visitas a Granada, la ciudad más cercana. Usualmente iban Abdul y su padre, dejando a su madre y hermana menor en la casa. Abdul siempre odió esos viajes. Quizás porque pocos mercaderes aceptaban comprar o vender a su padre por el hecho de ser moro, o quizás porque era común que algún grupo de fanfarrones los humillara de alguna manera o porque los niños usualmente les lanzaban piedras, estiércol y lodo. En todo caso, este tipo de maltratos comenzaron alimentaron aún más, si cabía, el rencor en el corazón de Abdul.

 Cuando Abdul y su padre llegaron a la morería, encontraron a dos jinetes allí.

 —¿Hombres del amo? —preguntó Abdul al verlos de lejos.

 —No creo. Los caballos y uniformes parecieran ser muy finos. Creo que son más bien mensajeros del Rey. 

 Los jinetes ordenaron a todos los moradores de la aldea salir de sus casas y escucharlos y luego leyeron el más reciente edicto del Rey Felipe II:

 —¡Atención! ¡Atención! —dijo el mensajero— en el nombre de Su Majestad Felipe II el prudente, Rey de España, de Nápoles y Sicilia, ordena que a partir de esta fecha queda prohibido el uso de la lengua árabe para hablar, leer o escribir. La práctica de la religión mahometana en todos sus extremos. El uso de ropajes y otras indumentarias de origen árabe. Y la participación en actividades y costumbres tradicionales de los árabes o mahometanos. La ruptura de estas leyes implica la muerte. La adhesión a la secta de Mahoma y sus prácticas será penada de acuerdo a los protocolos de la Santa Inquisición. Aquellos que estén en desacuerdo con esto tendrán un tiempo prudencial para dejar el territorio del Reino de España, sin llevarse ningún objeto de valor y sin llevarse a los menores de doce años. Lo que dejen atrás, incluyendo propiedades, animales y niños, pasará a ser propiedad del Rey de España para dársele uso a su discreción. El bautismo para todos los conversos a la Santa Iglesia se llevará a cabo en una semana dentro de todas las catedrales, aquellos que no sean bautizados y convertidos a la Fe Católica deberán cumplir con el exilio o la quema en la hoguera por herejía. En el nombre de Dios, Nuestro Señor Jesucristo y la Santísima Virgen María, y de Su Majestad el Rey de España.

 Dicho esto, y sin contestar ninguna de las preguntas que le formularon los confundidos moros, el mensajero enrolló el pergamino y se alejó con sus acompañantes a toda prisa.

 Imposibilitados de escapar y temerosos de la muerte, Abdul, sus padres y su hermana se dirigieron a la Catedral en la populosa y metropolitana ciudad de Granada, en donde un obispo obeso les aspergeó agua bendita mientras canturreaba palabras incomprensibles en latín, para luego obligarlos a inclinarse ante ídolos de piedra y cerámica como vírgenes y santos católicos aún cuando esto era una ofensa grotesca e intolerable para cualquier musulmán. Aún así, Abdul y su familia continuaron practicando secretamente y realizaban sus cinco oraciones diarias escondidos en recónditas habitaciones bien tapiadas, realizaban discretamente el ayuno durante el mes del Ramadán y continuaban absteniéndose de consumir licor y comer cerdo aún cuando públicamente asistieran los domingos a las iglesias, se golpearan el pecho, probaran la ostia y repitieran sin sinceridad las salmodias.

 En una ocasión se adentró a la iglesia don Fernando de Válor y Córdoba, Caballero Veinticuatro de la Ciudad de Granada y miembro del Cabildo Municipal, un sujeto gallardo y de andar arrogante, cuyos rasgos árabes denotaban sus orígenes. Sus abuelos claudicaron durante la Guerra de Granada que permitió la reconquista española de la región, se convirtieron en católicos y declararon su lealtad a los Reyes de Castilla, por lo que renegaron de su glorioso pasado como descendientes de los poderosos califas omeyas y abjuraron del Islam. Fernando caminó hasta el púlpito donde el Obispo entregaba la ostia a los fieles y, una vez frente a él, el clérigo le dijo:

 —El cuerpo de Cristo…

 Entonces don Fernando de Válor y Córdoba se giró y ante la multitud católica declaró:

 Ašhādu anna lā ilāha illā Allâhu wa anna Muhammadan rasūlu l-lâh

El juramento de la fe de todos los musulmanes: Alá es el único Dios y Mahoma su profeta. Inmediatamente después se desprendió del crucifijo que colgaba de su cuello y lo lanzó al suelo diciendo:

 —Ya no soy Fernando de Válor y Córdoba, ahora soy Muhammad ibn Humeya, heredero de los califas omeyas y creyente del Islam. Y quien lo sea también, acompáñenme a luchar en el nombre de Alá y del Profeta contra la injusticia.

 La multitud estalló en murmullos y expresiones escandalizadas y el sacerdote se persignó como si el mismísimo diablo se hubiera manifestado ante él. Muhammad ibn Humeya, alias Abén Humeya (en su versión catellanizada) comenzó a salir del templo dando comienzo así a una valiente revuelta.

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