Emma dejó la taza de té sobre la mesa con un poco más de fuerza de la necesaria. El sonido seco del cerámico al golpear el mármol hizo que Leonor levantara la vista desde el comedor, pero no dijo nada. No tenía por qué. Hacía días que Emma no pedía disculpas por nada.
Y no porque hubiera perdido la cortesía, sino porque se había hartado.
Se hartó de fingir, de agradar, de sentarse con la espalda recta esperando que él —Ian— le dirigiera más de dos palabras sin el veneno habitual. Se cansó de que le recordaran cada día que era una sombra, un reemplazo, un rostro reciclado de un amor fallido. Y peor aún: un amor que él ya no quería. Francesca se había marchado con Micah Bianchi, no con Alessandro, no con alguien de peso. Con el Bianchi menor, el que ni siquiera figuraba en los negocios reales. Eso había sido el golpe final.
¿Cómo se suponía que debía sentirse? ¿Halagada por ser la copia de una mujer olvidada? ¿Humillada por suplantar a una que huyó con el primero que le ofreció