El palacio se había convertido en un hervidero de susurros. Mariana lo notaba en cada esquina, en cada mirada esquiva del personal cuando ella entraba a una habitación. Algo estaba ocurriendo, algo que nadie se atrevía a comentar abiertamente en su presencia.
Aquella mañana, mientras caminaba por el pasillo que conducía a la cocina para buscar un té de menta, escuchó voces en árabe que se apagaron abruptamente cuando sus pasos resonaron sobre el mármol. Al entrar, tres miembros del servicio la miraron con expresiones tensas antes de dispersarse como hojas al viento.
Solo Fátima, la cocinera principal que siempre había sido amable con ella, permaneció en su puesto, removiendo algo en una olla de cobre.
—Buenos días, Fátima —saludó Mariana en árabe, uno de los pocos saludos que había perfeccionado.
—Buenos días, se&