El desierto guardaba secretos que solo los nacidos en sus arenas podían comprender. Khaled lo sabía mientras observaba cómo los últimos rayos del sol teñían de dorado el horizonte infinito. Había organizado esta excursión con meticulosa precisión, como hacía con todo en su vida. Los sirvientes habían preparado una pequeña caravana: dos vehículos todoterreno, una carpa tradicional beduina y todo lo necesario para pasar una noche bajo el manto estrellado del desierto de Alzhar.
Pero esta vez, algo era diferente. No era un viaje diplomático ni una obligación real. Era un deseo personal, casi íntimo. Quería mostrarle a Mariana —y a sus hijos— la verdadera esencia de su tierra.
—¿Estás seguro de que no necesitamos más agua? —preguntó Mariana mientras acomodaba las mochilas de los niños en el veh&iac