El palacio se había convertido en un laberinto de silencios. Tres días habían pasado desde aquella discusión, y los pasillos que antes resonaban con la risa de Mariana ahora parecían más fríos, más vacíos. El personal caminaba con pasos cautelosos, como si temieran despertar a una bestia dormida. Todos habían notado el cambio en la atmósfera, la tensión que flotaba como una niebla espesa entre el Jeque y la joven mexicana.
Mariana se había refugiado en su trabajo con los niños. Pasaba horas extras con ellos, inventando juegos, leyéndoles cuentos, cualquier cosa que mantuviera su mente ocupada y lejos de Khaled. Cuando se cruzaban, apenas intercambiaban miradas, y cuando lo hacían, el dolor era tan palpable que casi podía tocarse.
Esa mañana, mientras Mariana ayudaba a Amira con su tarea de caligrafía árabe, la pequeña levantó la vista de su cuaderno.
—¿Por qué ya no sonríes, Mariana? —preguntó con esa inocencia que solo los niños poseen.
La pregunta golpeó a Mariana como una ola fría.