El sol de Alzhar se filtraba por las cortinas de seda del palacio, creando patrones dorados sobre el suelo de mármol. Mariana contemplaba el amanecer desde la ventana de su habitación, con la mente dividida entre dos realidades que parecían irreconciliables. Habían pasado tres días desde la conversación con el Jeque Khaled, tres días de miradas furtivas y silencios cargados de significado.
La joven mexicana se había sumergido en su rutina con los niños, intentando mantener la normalidad mientras su corazón latía desbocado cada vez que el jeque aparecía en alguna habitación. Fátima y Karim habían notado el cambio, la tensión que flotaba en el aire cuando su padre y su niñera compartían espacio.
—Señorita Mariana, ¿está triste? —preguntó Fátima esa mañana mientras la ayudaba a cepillarse el cabello.
Mariana sonrió con ternura, acariciando la mejilla de la pequeña.
—No estoy triste, cariño. Solo estoy pensando.
—¿En qué piensa? —insistió la niña con la inocencia que la caracterizaba.
—En