El palacio se alzaba imponente bajo el sol de la tarde, sus muros de piedra clara reflejando la luz con un brillo casi cegador. Marina observó la estructura desde la ventanilla del vehículo oficial que la transportaba de regreso, sintiendo que algo había cambiado en ella. Ya no veía aquellos muros como una prisión de lujo, sino como el escenario de una obra donde ella interpretaba un papel cada vez más confuso.
Tres días habían pasado desde aquella noche en el desierto. Tres días desde que Khaled la había amado bajo las estrellas, susurrándole promesas que ahora parecían disolverse como espejismos en la arena. Tres días de silencio compartido, de miradas robadas en los pasillos, de fingir que nada había ocurrido entre ellos.
Al descender del vehículo, Fátima la recibió con una sonrisa cálida.
—Bienvenida, señorita Marina. Los niños han preguntado por usted toda la mañana.
Marina asintió, forzando una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—Gracias, Fátima. Los he extrañado mucho.
Mientras c