El desierto tenía su propio lenguaje. Khaled lo conocía desde niño, cuando su padre lo llevaba a largas expediciones para enseñarle que un verdadero líder debía entender la tierra que gobernaba. Ahora, mientras contemplaba el horizonte desde lo alto de una duna, reconoció los signos sutiles que el viento traía consigo: un cambio en la temperatura, una coloración amarillenta en el aire distante, la inquietud de los camellos.
—Debemos regresar —murmuró para sí mismo, girándose hacia donde Mariana fotografiaba un pequeño arbusto del desierto.
La excursión había sido idea de ella. "Quiero conocer el verdadero Alzhar", le había dicho con esa determinación que siempre lo desarmaba. Y él, incapaz de negarle algo cuando lo miraba con aquellos ojos llenos de curiosidad, había organizado esta salida privada, solo ellos dos y un par de guías beduinos que esperaban con los vehículos a un kilómetro de distancia.
—Mariana —la llamó, acercándose con pasos firmes sobre la arena—. Tenemos que irnos ah