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El sol de la mañana se filtraba por las cortinas de seda, dibujando patrones dorados sobre el suelo de mármol. Mariana terminaba de arreglar el cabello de Amira, quien no dejaba de moverse mientras hablaba entusiasmada sobre la clase de equitación que tendría esa tarde. La pequeña había desarrollado una pasión por los caballos que hacía brillar sus ojos cada vez que mencionaba a su yegua favorita.

—¡Quieta, pequeña! Si sigues moviéndote así, terminarás con una trenza torcida —dijo Mariana con una sonrisa, sujetando con delicadeza los mechones oscuros entre sus dedos.

—Lo siento, Mari —respondió Amira, intentando contenerse—. Es que estoy muy emocionada. Papá prometió venir a verme montar hoy.

El corazón de Mariana dio un vuelco al escuchar la mención de Khaled. Últimamente, cualquier referencia al jeque provocaba en ella una reacción física inmediata: un cosquilleo en el estómago, un ligero temblor en las manos, un calor que subía por su cuello hasta sus mejilla

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