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El sol de la tarde se filtraba por los amplios ventanales del palacio, proyectando sombras doradas sobre el mármol pulido. Khaled observaba desde la terraza elevada, inmóvil como una estatua de alabastro. Abajo, en los jardines, Mariana corría descalza tras Amira y Faisal, sus risas ascendiendo como burbujas en el aire cálido. La mexicana llevaba el cabello suelto, una cascada de ondas oscuras que danzaban con cada movimiento, y un vestido sencillo que flotaba a su alrededor como una nube.

Algo en aquella escena despertó en Khaled un recuerdo dormido. Samira también solía jugar así con los niños, antes de que la enfermedad la consumiera. Cerró los ojos un instante, y pudo verla: esbelta, elegante, con su sonrisa contenida y sus movimientos precisos. Samira nunca había corrido descalza por el jardín. Nunca había reído con aquella libertad salvaje que caracterizaba a Mariana.

"Son tan diferentes", pensó, abriendo los ojos para contemplar nuevamente la escena. 

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