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El sol de la tarde caía implacable sobre los jardines del palacio, creando un espejismo de oro líquido sobre las fuentes. Mariana observaba el paisaje desde la ventana de su habitación, con la mente tan agitada como las aguas que danzaban en los surtidores. Tres días habían pasado desde el incidente en la fiesta, tres días de miradas esquivas y pasillos que parecían estrecharse cuando ella los recorría.

Los rumores se habían extendido como fuego en paja seca. Lo sabía por las miradas de las doncellas, por los susurros que cesaban cuando ella entraba a una habitación. La mexicana se sentía como un pez en una pecera, observada, juzgada, sin poder escapar de los ojos que la seguían.

Respiró hondo y se apartó de la ventana. Los niños estaban con su tutor de árabe, lo que le daba un par de horas para ordenar sus pensamientos. Necesitaba hablar con Khaled, aclarar lo sucedido, pero el jeque parecía haberse esfumado en el aire denso del desierto. O quizás, pensó con amargura, simplemente la e
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