No sé cuánto tiempo llevo aquí sentada, con la mano de Liam entre las mías. Afuera el día ya cambió varias veces de color; la luz del sol se fue, después volvió, y ahora otra vez parece esconderse. Para mí todo es igual: el tiempo se detuvo desde que escuché esa palabra maldita salir de la boca del doctor.
Leucemia.
No puedo dejar de repetirla en mi cabeza, como si al decirla pudiera encontrarle otro significado menos cruel. Pero no lo hay.
Desde entonces no me he despegado de esta habitación. He dormido en esta misma silla, he comido lo mínimo que las enfermeras insisten en traerme, y solo me levanto cuando ellas me piden dejarles espacio para revisar a Liam. Nada más.
Mi pequeña Lia está bien, en casa de la madre de Colín. Ella la ha cuidado como si fuera suya, dándole la calma que yo no pude darle esa tarde en que todo ocurrió.
He hablado con Lia por teléfono durante estas horas que llevamos aquí. La señora Coleman me cuenta que mi hija le pide que me marque, apenas llega de la es