El aire se espesó, pesado como si una tormenta invisible nos envolviera. Mi corazón latía con fuerza, cada latido retumbando en mis oídos mientras miraba los rostros que alguna vez conocí, ahora vacíos.
Ellas se veían como nuestras madres, pero en sus ojos no había amor, sino el eco de la oscuridad que nos rodeaba.
Eirik tensó la mandíbula. Su agarre en mi muñeca se volvió más firme, su cuerpo ligeramente adelantado en una postura protectora.
—No son ellas —susurró, casi sin mover los labios.
Yo también lo creía. Pero reconocerlo no hacía que el miedo desapareciera.
La sonrisa en el rostro de mi madre se ensanchó, era una mueca inhumana, como si su piel fuera una máscara demasiado tensa sobre un rostro que no le pertenecía.
—No teman —murmuró con voz melódica, demasiado dulce para ser real.
El escalofrío que recorrió mi espalda me dejó paralizada. Con cada paso que daban hacia nosotros una sombra oscura avan