6. El infierno bajo sus pies

La tensión es una bola de fuego que en cualquier momento incendiará todo a su paso. Necesita alejarse lo más que pueda de éste hombre que sólo emana poder, arrogancia, tentación y control.

Algo que incita al peor de los pecados y una vez presa no volverá a ser igual. El problema aquí y ahora es que ya no lo es.

El rostro a centímetros, la distancia de sus labios a sólo unos pasos y el calor de su cuerpo bajo su toque no es más que hechizante, pero si está en estos momentos frente a éste hombre no es más por ella misma: Giancarlo es el enemigo que debe destruir.

Los dos toques de la puerta rompen el embrujo donde se había sumergido por varios segundos. Sólo basta oír otra vez el llamado a la puerta para separarse de Giancarlo, arreglar su vestido y aparentar total normalidad.

—Lo que quieres es libertad —Giancarlo busca otro tabaco para encender. Luego deja caer el fuego que luego surge desde sus labios. Fácilmente Angelina puede confundirlo con el diablo—. ¿Es un trato?

Y una vez Giancarlo le estira la mano, ahora la conveniencia por éste matrimonio tiene más peso. Estar bajo el mismo techo que los Mancini es como estar en el nido de víboras que esperarán cualquier momento para atacar, pero éste hombre promete libertad y protección.

Angelina estrecha su mano.

—¿Tienes un tiempo estipulado?

—Hasta que quedes embarazada.

Angelina no deja la mano de Giancarlo pero éstas palabras la dejan sin habla. Giancarlo parece de lo más normal, fumando su tabaco con una lentitud que debe ser trazada en pinturas.

—¿Qué has dicho?

—Una esposa y un hijo —Giancarlo no será quién deshaga el agarre de sus manos unidas. La electricidad corre entre ambos y lo saben: pero no son capaces de admitirlo—, cierto es que si vas a darme un hijo no será ahora, por obvias razones.

—Eso no fue lo que dijiste —Angelina quiebra el agarre de su mano mientras lo observa con ojos irradiando recelo—, sólo dijiste que querías una esposa.

—No es obligatorio que me des un hijo pero si te recomiendo que lo hagas, así será mucho más fácil apaciguar las opiniones de los demás y de los De Santis porque déjame decirte, nena, que estás en graves aprietos con tu propia familia.

—Un hijo nos unirá para siempre y no, por Dios, no —mientras más alejada éste de Giancarlo mucho mejor. Retrocede enfurecida—, sólo seré tu esposa y en cambio me darás mi libertad. Entonces ahí cada quien puede vivir la vida por su lado.

Giancarlo toma el tabaco entre sus dedos, deja salir el vaho y en esa ojeada penetrante que sólo hace a Angelina tomar aire, el silencio es mucho peor en estos momentos.

—No voy a obligarte a nada —la voz de Giancarlo roza todos sus sentidos, como si estuviera acariciandola apenas con las yemas de los dedos. Y sólo es su voz. Angelina desvía la mirada de él—, cumpliré con lo que te prometí.

Y Giancarlo no aparenta molestia. En realidad, algo que lo caracteriza es su calma: pero la calma resulta mucho más nociva.

—Acabas de salir de una operación, no debes fumar —Angelina ha tenido ansiedad desde que lo vio encender aquel tabaco. Vuelve a oír los golpes y tiene que prepararse mentalmente para lo que sigue—, creo que nuestros términos ya están claros, me retiraré ahora.

Giancarlo la observa tras sus ojos de filo, aparentando normalidad porque tener a Angelina a metros de él avivan zonas que al parecer en estos momentos sólo lo hacen con ésta mujer: así de hechizado lo tiene. Y Angelina apenas se da cuenta de eso, y lo más probable es que nunca se entere.

—Nos casaremos al atardecer. Prepárate —Giancarlo le quita la mirada porque esos ojos azules son como si cayera a un pozo sin salida. Y no quiere sentir que es de esa manera—, adelante —ordena Giancarlo.

Angelina observa a hombres desconocidos dar acto de presencia en el lugar que la estaba arrastrando al fuego, y tiene un momento para suspirar y olvidar aquí lo vivido. Todavía tiene las palabras de Giancarlo en su mente.

“Soy completamente tuyo.”

—Señorita, acompañeme.

Reconoce la voz de inmediato porque se trata de Marcelo.

Dentro del salón se han reunido tres hombres y una fila de guardaespaldas mirando por la ventana y a la espera de órdenes. De una vez, Giancarlo no aparenta dolencia o malestar debido a lo que ahora está viviendo. Pero incluso sentado en una sillas de ruedas muestra más amenaza que los hombres a metros de él de pie y armados.

Angelina se mueve lejos del salón con Marcelo siguiéndole los pasos. Si algo ha aprendido de su madre y de su abuela es que la gente no debe saber qué estás pensando, no debes reflejarlo en tu cara, y eso es lo que precisamente está haciendo. Hay muchas miradas sobre ella que se siente como si le rodearan el cuello y la empujaran fuera de la silla. Hay cientos de personas trabajando en ésta mansión.

Se dice que la mansión de los Mancini tiene un terreno inmenso con hectáreas que sobrepasan las nueve hectáreas, una parcela inmensa que recorrerla entera tardaría por lo menos una semana en carro. La ostentosidad de ésta familia es verídica. Por doquier se observan los candelabros gigantes, rincones diseñados de manera elegante y sofisticada, y miles de cuadros alrededor de la parcela.

Por ende, todo esto le pertenece a Giancarlo. Su patrimonio…se habla de más de 20 mil millones de dólares pero pensar en esa cantidad es como si estuvieras en un alcantilado. Demasiado dinero marea. Los De Santis también son ricos y nada puede envidiar a ninguna familia de la Toscana, pero Angelina pocas veces tocó el dinero que le correspondía. Su abuela era la encargada de manejar todos sus bienes, ni siquiera su mamá.

La libertad financiera es un lujo que nunca ha tenido.

Cuando ve a Issie ésta se acerca de inmediato hacia ella.

—¡Señora!

—Señorita —le dice Angelina en un susurro—, no estoy casada todavía.

—¡Pero es la prometida del jefe! —Issie también susurra—, Marcelo, gracias, pero nosotros nos encargamos de la señora.

Marcelo ha venido detrás de ella en silencio mientras todas las miradas caían en la futura señora de Mancini.

—Está bien —Marcelo hace un gesto de despedida. Luego observa a Angelina—, señora, con permiso.

—Supongo que tenemos la misma edad, no me trates de señora ni de usted —dice Angelina.

Los ojos de Angelina son muy distintos a las mujeres que Marcelo ya ha conocido. Las mujeres más ricas poseen una personalidad fría y carente de humanidad como lo tiene Angelina. Porque todo su rostro emana delicadeza y bondad. Marcelo necesita respirar para cesar esos pensamientos.

—Usted ahora es la prometida del jefe. Con permiso.

Y Marcelo desaparece lejos de ambas.

Será difícil acostumbrarse a esto de ahora en adelante. Una vez sea la esposa legal de Giancarlo…no piensa en eso para no abrumarse.

—Señora, sígame.

Issie la guía hacia el patio trasero, donde los trabajadores empiezan a saludarla con buenos días y sonrisas tensas. En este lugar todo parece sombrío, tenso, e incómodo. No le agrada sentirse así pero no es el lugar donde debería estar y lo sabe muy bien.

—¿Dónde están las demás? —Angelina se refiere a Ava y a Ruby.

—Están preparando su vestido y llevando todas las cosas a la recámara del señor Mancini —responde Issie con una sonrisa—, así que no se preocupe.

—Y…—Angelina se toma de las manos—, ¿La familia del señor Mancini?

—Todos deben estar en la ciudad, trabajando. Siempre hay trabajo aquí, usted sabe, y todos los familiares de la empresa están involucrados —Issie se acerca a darle una taza de té—, tome, mi señora. Está caliente así que cuidado. Todo estará listo cuando la hora del matrimonio llegue.

El cuerpo de Angelina se tensa. Es casi como una pesadilla.

—Gracias, Issie —cuando Issie se refiere a la empresa de los Mancini se refiere a ésta empresa multinacional con varias sedes en distintos países, o eso fue lo que su abuela le contó. Una empresa tan grande siempre debe estar orientada—, ¿Y la hija del señor?

—La señorita Aurora salió con sus primas también a la ciudad —Issie contesta con amabilidad—, oh, llamaré a las cocineras, le traeré un bocadillo delicioso.

Issie sólo tiene que darse la vuelta un par de segundos, porque para Angelina lo que ocurre después es volver directo al infierno.

La taza caliente de porcelana cae al suelo rompiéndose y el té caliente quema sus manos cuando se da cuenta que todo ha ocurrido a propósito.

El dolor de quemarse se queda atascado porque sus ojos se abren de inmediato al ver a la persona que está frente a ella.

Retrocede cegada por el dolor pero de una vez es tomada de la muñeca.

Ojos inyectados de sangre la observan con odio.

—Buen escondiste —comienza—, pero te olvidó un pequeño detalle: yo también soy dueño del piso que estás tocando.

Gabriel Mancini escupe las palabras teñidas de rojo.

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