Al día siguiente, Cristina se levantó antes que el sol. La brisa fresca de la mañana se colaba por la ventana de la cocina mientras preparaba con esmero el desayuno y los útiles escolares de su hijo Isaac, quien ese día, como todos, iría al colegio. El aroma a pan recién horneado llenaba la estancia, y una empleada la ayudaba a organizar la lonchera y dejar todo listo para la jornada.
Roxana, la madre de Elio, apareció en el umbral de la puerta con paso pausado pero firme. “Buenos días”, dijo con voz suave, aunque en sus ojos brillaba esa chispa inquisitiva que la caracterizaba. Cristina se giró, sonrió con cortesía y respondió: “Buenos días”. Luego, se agachó para quedar a la altura de Isaac y le dijo con cariño: “Dale los buenos días a tu abuela, hijo”.
Isaac, adormilado pero obediente, se acercó a Roxana y murmuró: “Buenos días, abuela”.
Roxana se agachó, le acomodó el cuello del uniforme y le devolvió el saludo: “Buenos días, Isaac. Veo que vas al colegio”.
“Sí, abuela”, contestó