El ambiente en el club era denso. El humo del whisky recién servido flotaba en el aire como una niebla invisible, y el silencio se rompía solo por el murmullo lejano de otras conversaciones y el roce del cristal contra la madera.
Elio tomó su vaso con calma, girando el líquido ámbar entre sus dedos. Lo observó unos segundos, luego levantó la mirada y, con una sonrisa ladeada, dijo con voz baja pero cargada de veneno:
—Sé que fuiste tú quien se encargó de eliminar cada rastro de Cristina.
Ruben lo miró sin inmutarse; su rostro permanecía sereno, aunque sus ojos reflejaban una sombra de desafío.
Dejó su vaso sobre la mesa, entrelazó los dedos y respondió con voz firme:
—Sí, es cierto —dijo sin rodeos—. Fui yo. Y lo hice porque Cristina me lo pidió.
Elio lo observó con gesto contenido, pero su mandíbula se tensó visiblemente.
—¿Qué dijiste? —preguntó entre dientes.
Rubén asintió sin apartar la mirada.
—Ese día, Cristina estaba destrozada, herida… emocionalmente devastada. Y todo por ti,