La noche caía sobre la ciudad, y desde la oficina más alta del hotel Colmenares se veía un mar de luces temblar bajo la luna.
Rubén permanecía de pie frente al enorme ventanal, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en el horizonte.
Había dejado hacía poco a Clara y a su hija en su suite, asegurándose de que ambas estuvieran cómodas, pero su mente no encontraba reposo.
La sonrisa de Aisel aún flotaba en su memoria, pero junto a ella volvía el mismo tormento: Cristina.
El silencio de la habitación era sofocante.
Solo se escuchaba el zumbido tenue del aire acondicionado y el tic-tac del reloj de pared.
Rubén apretó los puños y cerró los ojos.
—¿Por qué, Cristina? —susurró casi sin voz—. ¿Por qué volviste con él?
Aún no podía comprenderlo.
Cada vez que escuchaba mencionar a Elio Carruso, algo dentro de él se desgarraba.
Esa palabra —“esposa”— lo perseguía, lo envenenaba.
¿Cómo podía Elio llamarla así? ¿Cómo podía Cristina permitirlo?
Recordaba su mirada, el temblor de sus lab