El reloj marcaba las ocho de la noche.
El silencio en el último penthouse del hotel Colmenares era casi absoluto, roto solo por el sonido del viento que golpeaba suavemente los ventanales de vidrio. Desde allí, la ciudad se extendía como un tapiz de luces doradas y plateadas.
Ruben estaba sentado frente a su escritorio, revisando una carpeta repleta de documentos. Los números y los informes se mezclaban ante sus ojos cansados.
Intentaba concentrarse, pero su mente no dejaba de regresar a los mismos recuerdos: Cristina, su mirada, aquella despedida abrupta, la imagen de ella en los brazos de Elio.
De pronto, un golpe suave en la puerta lo sacó de sus pensamientos.
—Adelante —dijo con voz grave, sin apartar la vista del escritorio.
La puerta se abrió lentamente y, al verla, una sonrisa cansada se dibujó en su rostro.
—¡Hola, papá! —dijo una vocecita alegre.
Era Aisel, su hija, una niña de cabellos castaños claros y ojos tan expresivos como los de su madre.
Rubén dejó la pluma sobre la m