El auto se detuvo lentamente frente a la mansión Carruso, ese lugar que alguna vez fue sinónimo de dolor, silencios y lágrimas para Cristina.
El corazón le palpitaba con fuerza mientras observaba las imponentes rejas abrirse. El sonido metálico retumbó como un presagio.
Elio bajó primero, ajustando su chaqueta, con esa elegancia natural que siempre lo caracterizaba. Luego abrió la puerta del auto y extendió la mano hacia Cristina. Ella dudó unos segundos antes de aceptarla. Bajó con suavidad, sosteniendo la mano de su hijo Isaac, que la miraba con curiosidad.
El aire olía a jazmín y madera pulida, pero también a pasado.
Frente a la entrada principal los esperaban tres personas: Roxana, la madre de Elio; Óscar, su esposo, y don José, el padre de Cristina. Todos estaban de pie, expectantes, aunque con miradas muy diferentes.
Roxana fue la primera en alzar el mentón. Su mirada, fría y calculadora, se posó sobre Cristina con una mezcla de desprecio y falsa cordialidad. Los labios pintados