Cristina caminaba junto a Elio por el estacionamiento, con el corazón golpeándole fuerte en el pecho. Las luces blancas de los faroles caían sobre el asfalto y alargaban las sombras de ambos, que parecían estirarse hasta el infinito. Sentía la mirada de Rubén clavada en su espalda; lo había dejado allí de pie, junto a Clara y a aquella niña que lo llamaba “papá”. Cada paso que daba era otro golpe de confusión, otro eco de preguntas sin respuesta. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué Rubén nunca le había contado que tenía una hija? ¿Qué sentido tenían entonces ese beso, esa propuesta de matrimonio, esas promesas que aún llevaba grabadas en la memoria?
Antes de subir al auto, Cristina giró la cabeza por última vez. Rubén seguía ahí, quieto, con los ojos fijos en ella, como si intentara detenerla solo con la fuerza de su mirada. Ella agachó la cabeza, tragó saliva y apretó el paso, obligando a su cuerpo a avanzar aunque su mente quisiera quedarse paralizada en aquella escena.
—¿Se pue