En la habitación de Cristina.
Cristina estaba sentada en el borde de su cama cuando escuchó la notificación. Tomó el teléfono y leyó el mensaje. Sus cejas se alzaron de inmediato, y una mezcla de fastidio y sorpresa la invadió.
—¿Está loco? —murmuró—. ¿Anhela verme? ¿Desde cuándo, señor Elio Caruso, usted anhela verme a mí? —dijo con ironía, negando con la cabeza mientras dejaba el teléfono a un lado.
Con un suspiro, se levantó y caminó hacia el baño. El vapor pronto cubrió el espejo mientras el agua de la ducha caía sobre su piel. Minutos después, Cristina salió envuelta en una toalla. Frente al tocador, se tomó su tiempo para maquillarse; cada trazo de lápiz en sus ojos, cada toque de color en sus labios, era una manera de armarse para lo que vendría.
Mientras tanto, en la oficina de Elio Caruso.
El teléfono volvió a sonar, esta vez con un nombre que él no podía ignorar. Contestó de inmediato.
—¿Aló, abuelo?
La voz grave y pausada de don José respondió del otro lado de la línea.
—Hi