Ema se acercó y tomó las manos de Cristina entre las suyas. Estaban frías. Ema las frotó suavemente, mirándola con ternura, y luego paseó la vista por la mesa: los platos a medio terminar, el vino, Isaac riendo, y Elio de pie junto a ellas como el protector del clan.
Para Ema, la imagen era la definición del éxito. No veía la tensión en los hombros de su hija ni la oscuridad en la mirada de su yerno. Solo veía la estructura: marido, mujer e hijo.
—Ay, Cristina… —suspiró Ema, llevándose una mano al pecho con teatralidad—. No sabes lo feliz que me siento al ver a esta familia junta nuevamente.
La frase golpeó a Cristina como un latigazo.
Era una sentencia. Una validación externa de la mentira que Elio estaba construyendo a su alrededor.
Elio aprovechó el momento. Pasó un brazo por la cintura de Cristina, atrayéndola hacia él con un gesto posesivo que ante los ojos de los demás parecía cariño, pero que para ella se sentía como un grillete.
—Así es, Ema —dijo Elio, mirándola a los ojos co