Laura la miró con fascinación y un toque de horror.
—Tú sí que sabes actuar, tía —dijo con una sonrisa torcida.
Roxana soltó una risa baja, elegante, pero llena de veneno.
—Querida, llevo años actuando. He interpretado el papel de esposa devota, de madre preocupada, de mujer ejemplar. Y mírame ahora: viviendo en la mansión Caruso, con todos los lujos que soñé. —Bebió otro trago de vino—. No se llega tan lejos sin saber mentir bien.
Laura la observó con una mezcla de admiración y curiosidad.
—Dime algo, tía —preguntó en voz baja—. ¿Cómo pudiste guardar ese secreto tantos años? ¿Cómo pudiste mirar a todos a la cara, sabiendo que…?
Roxana la interrumpió con un gesto de la mano.
—Porque soy más fuerte de lo que piensas, Laura. —Su tono cambió; se volvió más grave, más sincero—. Mi esposo, el pobre infeliz, nunca significó nada para mí. Cuando me casé con él, su padre, don José Caruso, me advirtió que no recibiríamos ni un centavo de la fortuna familiar si se daba cuenta de que solo buscab