El Castillo Rothstein emergía de los Alpes suizos como una pesadilla de piedra y acero. Sus torres medievales habían sido reforzadas con tecnología que brillaba sutilmente en el crepúsculo: sensores, cámaras, sistemas defensivos que convertían la fortaleza ancestral en prisión del futuro.
Tamara sintió el peso de la historia aplastándola mientras el convoy se detenía frente a puertas masivas. Siglos de poder, de secretos, de sangre derramada por familias que creían tener derecho divino de controlar el mundo.
—Última oportunidad de retroceder —murmuró Ethan desde el asiento delantero.
—No hay retroceso —respondió Valentina, mirando el castillo con ojos que no mostraban miedo—. Solo adelante.
Las puertas se abrieron sin que nadie las tocara. Guardias se alineaban a ambos lados del camino de entrada, pero no eran mercenarios ordinarios. Eran jóvenes, entrenados, cada uno con la insignia de una de las Siete Familias.
Herederos menores, pensó Tamara. Los que no fueron considerados dignos de