Mundo ficciónIniciar sesiónPOV ANGELA.
El timbre sonó a las tres en punto, como si todo estuviera cuidadosamente planeado.
Yo estaba en el sofá, piernas cruzadas, con una apariencia serena por fuera, pero por dentro… era un caos.
Bruno se levantó en silencio para recibir al abogado. El sonar de sus pasos me recordó que ya no había marcha atrás. Aunque todavía conservaba mi nombre, en unos instantes me lo quitarían sin compasión.
El abogado era un hombre de baja estatura, muy canoso, con unas gafas doradas que se deslizaban por su nariz. Abrió un maletín con un clic y me entregó los documentos como si fueran simples papeles de compra. Pero no era así. Eran los formularios que marcaban el final de mi libertad.
—¿Tienes contigo tus documentos originales? —preguntó Bruno sin mirarme.
Asentí mientras sacaba los papeles de un sobre que había ocultado en el fondo de mi mochila. Mi ID, mi pasaporte caducado y todo lo que había prometido no usar de nuevo. Cuando sus dedos tocaron los míos al recibirlos, sentí que me quitaba más que una identidad. Me robaba mis años de lucha, mis experiencias, mis sufrimientos… todo.
Unos momentos después, firmé. Sin vestido, sin beso, sin celebración. Solo una maldita firma.
Ahora era conocida como Ángela de Donovan.
Y ese apellido pesaba más que un ataúd repleto de piedras.
**
A la mañana siguiente, alguien tocó la puerta de la habitación que me habían asignado.
—¿Ángela? Soy Fabiola —anunció una voz decidida desde el otro lado—. Tenemos mucho trabajo por delante.
Al abrir la puerta, vi a una mujer alta, con el cabello recogido en una coleta, labios delgados y una mirada penetrante. Vestía de negro y tenía un aroma a pólvora y perfume de alto costoso.
—A partir de ahora seré tu sombra. Cuidadora, asistente, consejera. El señor Donovan quiere que estés preparada para esta tarde.
—¿Preparada para qué? —pregunté todavía somnolienta.
—Para que te parezcas a lo que eres ahora: la esposa del jefe.
Entró sin pedir permiso y empezó a dejar ropa, zapatos, joyas y maquillaje profesional sobre la cama. En menos de una hora, llegaron dos estilistas y un maquillador. Me desnudaron sin preguntar, me peinaron, me vistieron y me maquillaron como si fuera una muñeca para exhibición.
Cuando me vi en el espejo, sentí que había muerto de nuevo. El vestido ceñido, los zapatos altos, el collar de diamantes…Pero mis ojos eran los mismos: tristes, apagados, vacíos.
Bruno llegó a las seis. Subí a su auto sin pronunciar palabra. Él también guardó silencio, solo encendió un cigarro mientras su escolta venía detrás en otro coche.
Llegamos a una mansión tan lujosa y extravagante que me molestaba la vista, vi que hombres armados protegían las puertas como si se tratara de un lugar sagrado.
Dentro, un gran salón adornado con lámparas de cristal y alfombras de terciopelo nos aguardaba.
—Hoy te presento como mi esposa —dijo Bruno al fin—. No hables. Solo sonríe.
—No sé cómo sonreír —le contesté de inmediato.
Él me lanzó una mirada de reojo. En ese instante, creí percibir un destello de algo distinto a la frialdad en su rostro. No era compasión. Era un reconocimiento. Como si entendiera exactamente lo que experimentaba, porque él también lo sentía.
El salón se llenó con rapidez. Mafiosos de diversas edades y estilos: jóvenes y viejos, con trajes italianos, con cicatrices de guerra, con miradas de tiburón.
Uno de ellos, un anciano encorvado que sostenía un bastón dorado, se aproximó a Bruno y le entregó un sobre sellado con cera.
—Estás preparado. Le pasó el sobre dejando una palmada en su hombro. Que Dios te acompañe Bruno.
—Dios ya no me escucha, señor Kovalov —respondió Bruno de manera brusca.
Me miró entonces y levantó un poco el mentón. Era mi turno. Me acerqué.
—Mi esposa, Ángela de Donovan —dijo, sin mostrar emoción.
El anciano me observó detenidamente, como si estuviera valorando un objeto.
—Hermosa. Demasiado para este mundo. Buena suerte, muchacha. La necesitarás.
**
Cuando salimos al patio, lo sentí antes de verlo.
La tensión. La amenaza. El frío.
Un hombre más joven, con una mandíbula afilada y ojos que no parpadeaban, se acercó a nosotros, acompañado de cinco hombres armados. Fabiola se tensó a mi lado.
—Donovan —dijo con voz suave—. Me sorprende que hayas aceptado tan rápido la corona. ¿No sientes el peso de la sangre que la cubre?
Bruno no respondió.
—Disfruta mientras puedas —siguió el hombre—. Porque el trono siempre cobra su precio.
Luego me miró.
Y sus ojos… me desnudaron sin vergüenza.
—Y tú… qué belleza tan arriesgada. Cuando mate a tu marido, te pondré un collar nuevo. Uno que combine mejor con mi cama.
Bruno no se movió. Solo se acercó con calma. Muy lentamente.
—Si vuelves a mirarla así —le dijo al oído—, te sacaré los ojos y se los echaré a los perros.
—Entonces… que comience el juego —murmuró el otro, sonriendo levemente.
**
En el coche, de regreso a la mansión, reinaba el silencio.
Yo observaba por la ventana, los edificios de piedra, las luces parpadeantes, el reflejo de la luna.
Y por primera vez, sentí un auténtico miedo.
Porque el juego apenas comenzaba.
Y yo era una pieza más… o quizás, el gran premio.







