Capítulo 3

POV Ángela

El barco avanzaba lentamente, como si también estuviera indeciso sobre su destino. Había algo en el océano al amanecer que te hacía sentir insignificante, indefensa, al descubierto. Me acomodé a su lado en la pequeña litera que apenas podía sostenernos.

Él se encontraba recostado contra la pared de metal, con los brazos cruzados y la vista perdida en el vacío. En su perfil, el vendaje resaltaba como una herida abierta que no podía disimular. Sin pensarlo, le pregunté:

—¿Por qué los asesinaste?

Su mandíbula se tensionó. Casi parecía que no me había escuchado. Sin embargo, luego se expresó.

—Mi padre era un traficante de armas. Uno de los más importantes en el norte de Europa. No era un santo, pero cumplía su palabra. Tenía honor, incluso.

Hasta que un hombre —su socio, su mejor amigo— decidió que quería más. Más poder. Más territorio.

—¿Qué fue lo que hizo?

—Hizo una emboscada. Asesinó a mi padre. Incendiaron el coche con él dentro. Mi madre y mi hermana estaban en la parte trasera del auto. Las utilizaron como un mensaje.

—¿Qué tipo de mensaje?

Él me miró por primera vez durante toda la conversación. Sus ojos eran fuego helado.

—Que en este mundo nada es intocable. Ni si quiera la familia.

No dije nada. No había nada que replicar. Él había actuado por venganza, sí. Pero no decía ninguna mentira. Y lo peor. . . Lo peor era que lo entendía.

—¿Y ahora tú eres como tu padre?

—No. Yo soy peor.

Se recostó. Cerró los ojos.

Yo permanecí sentada. Meditando sobre esa frase.

“Yo soy peor.”

**

La oscuridad del camarote era densa. El sonido del motor era el único testigo. Me recosté sin tocarlo. Le di la espalda. Cerré los ojos me dormí.

Y entonces, otra vez. . .  el pasado volvió.

Tenía veinte años. Era casi de noche. Volvía del trabajo, cansada, con los pies doloridos y las manos vacías. La casa olía a orines, comida en mal estado, y desesperanza.

Mi hermana, Amelia, era lo único que tenía. Frágil, dulce, enferma desde siempre. Había trabajado el doble, el triple, para comprarle sus medicinas. Ella decía que yo era su heroína a pesar de ser la menor. Que solo vivía porque yo existía.

Esa noche, no me prepararon para lo que iba a presenciar.

La puerta se abrió de golpe. Un coche negro detuvo su marcha sin apagar el motor.

Y arrojaron el cuerpo de Amelia como si fuera basura. Cubierta de sangre. Su ropa hecha trizas. El cuello torcido. La mirada vacía.

Mi padre no lloró. Solo dijo:

—Se la di al jefe. Para pagar una deuda. Pero la muy tonta no aguantó nada.

La grité y corrí. La abracé. Sentí su cuerpo helado. La sangre me empapó. Y el mundo se desmoronó. En ese momento. Mi madre vomitaba en la cocina. La televisión seguía encendida. Nadie hizo nada.

Y yo. . . Ese día, lo decidí.  Era algo que sabía. Algo en mi interior se rompió. Fue en ese instante que decidí que escapar era vivir.

Fin del recuerdo.

Me desperté con la respiración agitada. El sudor empapaba mi espalda. Mi garganta ardía como si hubiera estado gritando. Miré a mi lado.

Él dormía serenamente.

Su expresión era tranquila. Como si el mundo no lo estuviera aplastando por dentro. Como si no llevara muertos en su conciencia.

¿Qué tal si me está guiando hacia una trampa?

¿Qué tal si solo soy otra Amelia en su camino?

Me incorporé. Respiré profundamente.

¿Qué demonios estás haciendo, Ángela? Me pregunté.

**

El puerto estaba cerca. Se notaba en la vibración del motor al reducir la velocidad. Salimos de la cabina. El aire era más fresco. El cielo comenzaba a iluminarse.

En el muelle, lo esperaban, un coche negro, con cristales oscuros, y un conductor vestido de traje.

Él no pronunció palabra. Se dirigió directamente al vehículo. Abrió la puerta trasera y me miró.

—Sube.

—¿A dónde nos dirigimos?

—A mi hogar.

—No es mi hogar.

—Lo llegará a ser.

No me dio elección. Entré en el coche.

La mansión estaba en las afueras de la ciudad. Era enorme. Impresionante. Llena de mármol, alfombras gruesas, costosas esculturas y un silencio inquietante. Me sentía fuera de lugar. Como un error que camina.

Me ofrecieron té. Y lo rechacé.

Él se quitó la chaqueta. Se acomodó en un sofá de terciopelo. Luego levantó la mirada.

—No puedo tener testigos. Tú me ayudaste. Me viste herido, sabes demasiado.

Mi garganta se apretó.

—¿Qué planeas hacer conmigo?

Se levantó.  Se acercó a mí. Sus pasos resonaban como cuchillas.

—Tienes dos opciones.

—Dímelas.

—Casarte conmigo. O morir aquí.

Lo dijo sin dudar. Sin ironía. Sin ningún rastro de humanidad.

—¿Qué?

—Me exigen un matrimonio para heredar el imperio. Necesito una esposa. Y tú… tú eres perfecta. Médica. Inteligente. Sin antecedentes penales. Sin conexiones. Nadie te buscará.

—¿Y si digo que no?

—Entonces nunca dejarás esta mansión. Al menos no con vida.

Lo miré. Con intensidad. Directamente. Con la rabia que me quedaba.

—¿Qué me ofreces, Bruno Donovan?

—Venganza. Poder. Seguridad. Y un nombre. Tendrás la libertad de ser quien desees.

Y yo… te prometo que, si alguna vez te lastiman, no quedará nadie en pie.

Suspiré.

Pensé en Amelia.

Pensé en mi madre.

En el contenedor.

En el riñón que ya no poseía. Y en que esta era la única forma de seguir viva.

—Acepto.

Y así, sin amor, sin ternura y sin fe, me uní en matrimonio con el diablo.

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