NARRADOR.
El comedor estaba en silencio cuando Kaan y Emma entraron juntos al amanecer. No se tocaban, pero la distancia entre sus cuerpos era tan pequeña que el aire parecía cargado de electricidad. Emma llevaba una camiseta negra de él que le llegaba a medio muslo y el pelo revuelto, todavía húmedo de la ducha que habían compartido. Kaan tenía arañazos frescos en el cuello y en el pecho, la camisa desabrochada, y una expresión que era mitad satisfacción, mitad desafío. Olían a sexo, a sudor y a algo que nadie en esa mesa podía ignorar.
Ángela fue la primera en verlos. Estaba de pie junto al mapa, los brazos cruzados, los ojos inyectados en sangre de no dormir. Cuando su mirada cayó sobre la camiseta de Kaan en su hija, sobre los arañazos en su cuello, sobre la forma en que Emma caminaba como si todavía sintiera las manos de él encima, su rostro cambió. No gritó. No hacía falta. El silencio que cayó fue más pesado que cualquier grito.
Bruno dejó la taza de café con un golpe seco. S