POV Bruno
El silencio de la isla ya no era una tregua. Era un idioma nuevo que nadie me había enseñado a hablar.
Caminé descalzo por el pasillo, la madera tibia bajo mis pies, con Emma en el brazo izquierdo y Sofía en el derecho. Dos vidas de menos de tres kilos que pesaban más que cualquier imperio que hubiera levantado o quemado. Emma dormía con la boca entreabierta, un mechón rubio pegado a la mejilla; Sofía, seria incluso en sueños, tenía los puños cerrados como si ya supiera que este mundo no regala nada.
Mis manos ya no temblaban. Había cargado cadáveres más pesados que estas dos niñas y, sin embargo, nunca había tenido tanto miedo de romper algo.
Entré en la habitación sin encender la luz grande. Solo la lámpara de sal junto a la cama, esa que Ángela insistió en traer de la casa reconstruida porque «las niñas necesitan calor de verdad». Ella estaba sentada contra las almohadas, la espalda apoyada en la cabecera, el camisón blanco abierto lo justo para dar el pecho. La cicatri