POV Ángela.
Un mes.
Treinta días desde que abrí los ojos y descubrí que había perdido un pedazo entero de mi vida. Treinta días en los que mi cuerpo aprendió de nuevo a caminar, a sostener a mis hijas, a respirar sin que cada inhalación doliera como si me arrancaran un pulmón. Treinta días en los que la rabia se convirtió en algo más grande que yo: una bestia que rugía dentro de mi pecho cada vez que recordaba que Vladimir, ese gusano traidor, aún respiraba mientras mis hijas habían estado a punto de nacer huérfanas.
Esa noche, mientras miraba a Bruno vestirse de negro —camisa negra, traje negro, la misma oscuridad que llevaba dentro—, supe que había llegado la hora.
—¿Estás segura? —me preguntó por décima vez, ajustándome la chaqueta de cuero sobre los hombros, sus dedos temblando apenas un segundo al rozar la cicatriz fresca de la cirugía.
Lo miré a los ojos. Esos ojos que me habían visto morir y resucitar.
—Más que nunca —dije, voz baja, letal—. Esa rata entregó nuestra isla. Pus