POV Bruno
No había pegado ojo en dos días. Mi cuerpo funcionaba a base de café negro y rabia pura, caminando por los pasillos del hospital improvisado como un fantasma con sed de venganza. Cada pitido de las máquinas que mantenían a Ángela con vida era un recordatorio cruel: ella seguía luchando, pero ¿por cuánto tiempo? Me detenía en la puerta de su habitación, mirando su figura pálida, inerte, conectada a tubos que serpenteaban como venas artificiales. Su pecho subía y bajaba mecánicamente, el monitor cardíaco latiendo como un tambor distante, pero sus ojos... esos ojos que me habían salvado mil veces... seguían cerrados. Como si el mundo la hubiera apagado.
Entré esa mañana, el sol del Caribe filtrándose por las persianas rotas como un chiste cruel. Me senté a su lado, tomé su mano fría —demasiado fría— y la apreté contra mi pecho.
—Ángela... amor... si me estás oyendo... aguanta. Por las niñas. Por mí. No me dejes solo con ellas. No sé cómo ser padre sin ti.
Las lágrimas quemaban,