La mansión Kholl, con sus muros de piedra antigua y sus ventanales que capturaban la luz del atardecer, parecía contener el aliento esa tarde de otoño. El sol se deslizaba lentamente hacia el horizonte, bañando el estudio de Dalila Weber en tonos ámbar que hacían brillar las motas de polvo suspendidas en el aire. Dalila estaba de pie junto al escritorio, sus dedos acariciando una carta con el sello de una prestigiosa productora cinematográfica. La oferta era clara: el papel de tercera protagonista en una novela adaptada al cine, un personaje complejo y apasionado que podría haber sido el trampolín definitivo para su carrera como actriz. Pero en su corazón, otro latido, más pequeño, más frágil, reclamaba toda su atención.
Dalila apoyó una mano en su vientre, donde la vida comenzaba a tejerse en secreto. Había sentido los primeros indicios días atrás: un cansancio que no explicaba, un leve mareo al subir las escaleras, un antojo inexplicable por fresas cubiertas de chocolate. Esa mañana