SEIS

En ese momento, Leah volvió a salir justo a tiempo para presenciar la escena: Kevin y Verónica besándose.

Se quedó inmóvil, helada, observando cómo su marido se apartaba de la otra mujer. Una mueca amarga cruzó su rostro; la evidencia era clara: llevaba los cuernos más grandes que un toro. Sin decir nada, se adentró otra vez en su área, mientras Verónica apenas podía sostenerle la mirada a Kevin.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó él, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie los hubiera visto.

—Kevin, estoy enamorada de ti. Por eso lo hice —confesó Verónica, con la mejilla encendida de rojo.

—No es el momento, ni el lugar, para hablar de eso —su voz sonó dura. El hombre había sido tomado por sorpresa; jamás habría esperado semejante acto de ella.

—¿Me vas a apartar de tu lado? —preguntó Verónica con ansiedad.

—Hablaremos en la mansión. Ahora ve a trabajar, para eso me pediste que te trajera —Kevin recuperó su habitual frialdad. Dirigió una mirada hacia el lugar donde Leah había desaparecido, pero prefirió volver a su oficina, con el ceño fruncido y la mandíbula tensa.

Leah, por su parte, se sentó en una pequeña silla del cuarto de limpieza.

—¿Por qué casarte conmigo si ya tenías a tu amada? ¿O es porque ella es la hermana de la señora Dulce y no quieres que se sepa por miedo al qué dirán? ¿Prefieres usarme de tapadera? —se masajeó la frente. No había esperado ver semejante escena, aunque sabía que su matrimonio era solo un acuerdo empresarial. No sentía celos, pero sí una punzada de dignidad herida. Conociendo a Verónica, sabía que no tardaría en usar aquel beso para humillarla, para dejar claro que Leah sobraba. Pero ella también sabía por qué seguía allí: por sus padres… y por las condiciones del trato. De otro modo, ya habría huido.

—¿Nos viste, verdad? —la voz de Verónica la sobresaltó. Leah se puso de pie al instante.

—¿Qué tendría que ver? —fingió demencia, aunque sabía exactamente lo que venía.

—Sé perfectamente que nos viste. Kevin y yo terminaremos juntos. Yo soy la mujer para él, aunque todavía no entiendo por qué se casó contigo.

—No me interesa saberlo, ni a qué están jugando. Lo mejor que puedo hacer es…

—Desaparecer —la interrumpió Verónica, con una sonrisa venenosa—. Acabo de dar el primer paso con Kevin y ya no habrá marcha atrás. Yo seré la señora Hill y...

—Te regalo el apellido si tanto lo quieres —replicó Leah, encendiendo aún más la furia de Verónica, que la arrinconó bruscamente contra la pared.

—Si yo hablo, tú callas. Estás ante la futura señora Hill.

—En ese caso, no vuelvas a tocarme. Porque, te guste o no, yo sí soy la señora Hill.

Verónica respondió con una bofetada, pero Leah esta vez no se quedó quieta: la empujó con fuerza.

—¿Por qué la empujas? —la voz de Kevin resonó desde la puerta. No podía haber elegido peor momento.

—Está loca —sollozó Verónica, fingiendo lágrimas, mientras Leah sonreía con burla.

—Digan lo que quieran —replicó Leah con voz firme—. Pero saca a tu “amada” de aquí. Una dama de alto nivel no tiene nada que hacer en la sala de limpieza.

—Verónica, retírate —ordenó Kevin. La mujer, contrariada, obedeció sin replicar, aunque le dolía dejarlo a solas con Leah.

—¿Qué demonios pasa contigo? —Kevin se acercó, acorralándola contra la pared, sus manos a ambos lados de su cabeza.

Leah estuvo tentada de decirle que estaba cansada de que Verónica la golpeara y de que él la acusara sin pruebas, pero sabía que discutir con Kevin Hill —el hombre más poderoso del país— era perder. Nadie osaba enfrentársele.

—¿Por qué te quedas callada? ¿O estás calculando qué mentira decirme? —su voz sonó como un látigo.

—No tengo nada que decir —respondió Leah, fría, mirando hacia otro lado.

Kevin le tomó la barbilla con rudeza.

—Tal parece que te faltan modales.

—No tienes por qué preocuparte por eso.

—Deja de responderme, Leah.

—Entonces deja de decir estupideces —replicó ella, sosteniéndole la mirada. No pensaba permitir que ni él ni su amante la humillaran.

Kevin la fulminó con los ojos entrecerrados.

—¿Estás pensando en volver a golpearme? —preguntó Leah, desafiante.

Él frunció el ceño, observando las mejillas enrojecidas de su esposa, y se apartó sin decir palabra. Leah se alisó la falda con calma, mientras él abandonaba la sala en silencio.

Más tarde, Leah tuvo que ir a limpiar la oficina de Kevin. Para su desgracia, él estaba allí, sentado como un rey tras su escritorio. Sus manos movían el ratón, su rostro perfecto iluminado por la pantalla. La tensión entre ambos era palpable.

El beso con Verónica había abierto una brecha que se ensanchaba con cada mirada, con cada palabra contenida. Leah no sentía celos, pero sí el deseo de entender su papel en ese juego de apariencias. Pensaba seriamente en romper el contrato matrimonial y dejar que Kevin y Verónica se quedaran juntos. Pero estaban sus padres… y los acuerdos empresariales.

—Te pago para que limpies, no para que me mires como una tonta —dijo Kevin sin levantar la vista.

Leah lo maldijo en silencio y siguió con su trabajo. Él la observaba de reojo, fingiendo indiferencia. Cuando terminó y se disponía a salir, la voz de Kevin volvió a detenerla.

—Leah, desde este momento te prohíbo acercarte a Henry Morgan.

Ella guardó silencio, lo que pareció enfurecerlo más.

—No tienes derecho a pedirme eso, señor Hill —respondió finalmente, con calma glacial.

—Te recuerdo que eres mi esposa, Leah —rugió Kevin, colérico.

—¿Ahora soy su esposa? —replicó con una sonrisa sarcástica—. Qué curioso, porque usted mismo prohibió que eso se mencionara, ¿o ya lo olvidó, señor Hill?

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