El reloj marcaba las doce y media cuando Leah levantó la vista de los planos que tenía frente a ella. Había estado tan concentrada que no había notado cómo el sol se filtraba suavemente por los ventanales de su oficina, tiñendo el escritorio de un tono dorado. Un suspiro escapó de sus labios, cansados por las horas que llevaba intentando entender los proyectos que Kevin, con evidente malicia, le había enviado aquella mañana.
Se masajeó las sienes, apartando un mechón rebelde que caía sobre su frente. El silencio en la oficina era absoluto… hasta que el sonido seco de la puerta abriéndose la hizo sobresaltarse.
Leah giró bruscamente la cabeza. Kevin estaba allí.
Apoyado en el marco de la puerta, con el rostro sereno y la mirada tan fría como el acero. Tenía el chaleco ajustado resaltando la firmeza de su cuerpo. Su presencia llenaba el espacio como si el aire mismo se tensara con su llegada.
—Prepárate —ordenó con voz grave, profunda, casi peligrosa—. Vamos a almorzar.
Leah se end