—Suéltame, Kevin.
El hombre, lejos de atender la súplica de su esposa por contrato, apretó aún más su agarre. Leah no entendía qué estaba ocurriendo. ¿Kevin estaba furioso por haberlo llamado imbécil? Bueno… desde su punto de vista, lo era.
—¿Te molesta que te diga imbécil? —se atrevió a desafiarlo.
Kevin no respondió. En cambio, giró su cuerpo con brusquedad, haciendo que la espalda de Leah chocara contra la puerta. Él estaba tan cerca que su respiración la rozaba. La mujer se tensó; aquel tipo de cercanía la desconcertaba y la hacía sentir nerviosa.
—¿Estás queriendo jugar conmigo, Leah? —preguntó con una voz baja, casi peligrosa.
—¿Quieres que juegue contigo como un perrito? O… —no alcanzó a terminar. Kevin la calló de golpe. No con palabras, sino con un beso.
Leah se quedó sin aire. Los labios fríos de Kevin se posaron sobre los suyos con una firmeza que la paralizó. Era un beso sin ternura, impulsivo, que la tomó completamente desprevenida. Ella intentó empujarlo, mover el