4

El vestido negro Valentino colgaba de la puerta del baño como sentencia de muerte.

Valentina lo miraba desde la cama del penthouse —porque aparentemente ahora vivía ahí, Diego había enviado a sus matones corporativos por sus cosas mientras ella trabajaba—, preguntándose cómo había pasado de terapeuta con dos pesos en la cuenta a jugar Cenicienta en un cuento de hadas perverso.

—Tienes diez minutos. —La voz de Diego atravesó la puerta—. Los alemanes llegan a las ocho. No me hagas quedar mal.

Eso había sido hacía tres horas. Desde el mensaje de Sofía, Diego había estado en modo autómata: dictando órdenes, haciendo llamadas, ignorando completamente que casi la había besado. Como si ese momento de vulnerabilidad nunca hubiera existido.

El vestido era obsceno en su elegancia. Corte imperio, escote en V que prometía mostrar suficiente para intrigar sin revelar demasiado, tela que probablemente costaba más que su educación universitaria. Talla exacta. Por supuesto que Diego sabía su talla.

Se duchó con el jabón francés que olía a jazmín y algo más oscuro. Se puso el vestido que se ajustaba a su cuerpo como segunda piel. Se maquilló con los cosméticos que habían aparecido mágicamente en el tocador. Cuando se miró al espejo, casi no se reconoció.

Parecía de ellos. De ese mundo de dinero y poder.

Parecía alguien que podría estar con Diego Valentín Cortés.

Salió del cuarto. Diego esperaba en la sala, mirando la ciudad desde el ventanal con whisky en mano. Se había cambiado: esmoquin negro Armani, camisa blanca, corbata de moño perfectamente anudada. Cabello peinado hacia atrás sin un mechón fuera de lugar. Parecía James Bond después de matar a alguien.

Se giró cuando la escuchó. Y se quedó inmóvil.

Sus ojos grises la recorrieron lentamente, desde los tacones Louboutin prestados hasta el cabello que había dejado suelto en ondas suaves. Algo oscuro cruzó su rostro. Hambre. Dolor. Algo entre ambos.

—Vas a hacer que esto sea muy difícil —murmuró.

—¿El qué?

—Recordar que esto es actuación. —Bebió su whisky de un trago—. Los alemanes son Hermann y Klaus Schneider. Padre e hijo. Conservadores. Aburridos. Les gusta la "estabilidad familiar" y odian los escándalos.

—¿Y?

Diego dejó el vaso sobre la mesa de centro con un golpe seco.

—Y esta noche eres mi prometida.

Las palabras cayeron como bombas.

—¿Disculpa?

—Dolores les dijo hace dos meses que estaba comprometido. Les mandó foto de nosotros que sacó de... no importa. El punto es que te esperan. —Caminó hacia ella, tomando una caja de terciopelo azul del bolsillo interior de su saco—. Y una prometida necesita anillo.

Abrió la caja. El diamante capturó la luz y la multiplicó en mil direcciones. Fácil cinco quilates. Corte princesa. Perfecto.

—Diego, esto es...

—¿Demasiado? —La tomó de la mano antes de que pudiera protestar, deslizando el anillo en su dedo—. Bienvenida al teatro, Valentina. Espero que sepas actuar.

El metal frío contra su piel se sentía como cadena. Hermosa. Cara. Pero cadena al fin.

Quintonil era exactamente el tipo de restaurante donde los ricos jugaban a ser humildes: comida mexicana "elevada" a precios que alimentarían a familias enteras. Diego llegó en su Porsche negro, abrió la puerta de Valentina como caballero, tomó su mano como amante.

—Sonríe —susurró contra su oído mientras entraban—. Y por Dios, no digas nada sobre terapia o psicología. Les da urticaria.

Hermann Schneider esperaba en la mesa privada del fondo: sesenta y tantos años, traje gris que gritaba "banca suiza", lentes sin armazón sobre nariz aristocrática. Junto a él, una versión más joven y peligrosamente más guapa.

Klaus Schneider tenía treinta y pocos, cabello rubio perfectamente cortado, ojos azules que evaluaban todo con precisión de cirujano. Cuando vio a Valentina, sonrió. Fue sonrisa de lobo viendo Caperucita.

—¡Diego! —Hermann se levantó, estrechando manos—. Y esta debe ser la encantadora Valentina de quien tanto hemos oído.

—Un placer conocerla, fräulein. —Klaus tomó su mano, besándola. Sus labios permanecieron un segundo de más contra su piel—. Las fotos no le hacen justicia.

Valentina sintió a Diego tensarse junto a ella.

—El placer es mío —respondió, retirando su mano educadamente.

La cena comenzó como ballet coreografiado. Hermann hablaba de números, proyecciones, retornos de inversión. Diego respondía con fluidez de quien nació para esto. Valentina intentaba seguir la conversación mientras Klaus la devoraba con la mirada.

—Entonces, Valentina. —Klaus se inclinó hacia ella cuando llegó el segundo plato—. ¿A qué te dedicas cuando no decoras el brazo de Diego?

—Soy psicoterapeuta.

El tenedor de Hermann se detuvo a medio camino de su boca.

—¿Terapeuta? —repitió como si hubiera dicho "stripper"—. Qué... moderno.

—Valentina es muy talentosa —intervino Diego suavemente, su mano encontrando la de ella bajo la mesa—. Se especializa en trauma corporativo. De hecho, acaba de salvarme de una demanda por acoso laboral.

No era mentira. Técnicamente.

—Fascinante. —Klaus no dejaba de mirarla—. ¿Y cómo exactamente termina una terapeuta comprometida con el tiburón de Monterrey?

Diego apretó su mano. Advertencia.

—Nos conocimos a través de trabajo —dijo Valentina, improvisando—. Diego necesitaba ayuda con... manejo de estrés. Una cosa llevó a la otra.

—Qué romántico. —Klaus bebió su vino, sus ojos azules brillando con algo que Valentina no supo identificar—. Aunque debo admitir sorpresa. Diego tiene... reputación.

—Klaus... —advirtió Hermann.

—Es broma, padre. —Klaus sonrió pero sus ojos permanecieron fríos—. Aunque Valentina, debes saber en qué te estás metiendo. Diego destruye todo lo que toca. Negocios. Empleados. Relaciones.

—Eso es suficiente. —La voz de Diego era peligrosamente baja.

—¿Es suficiente? —Klaus se recargó en su silla—. ¿No crees que tu futura esposa merece saber la verdad? ¿Sobre Sofía?

El nombre cayó como granada en la mesa.

Diego se puso rígido. Valentina sintió cómo todos los músculos de su cuerpo se tensaban como cables a punto de romperse.

—No tienes idea de qué hablas —dijo con voz muerta.

—¿No? —Klaus disfrutaba esto—. Sofía Palacios. Tu prometida hace cinco años. Hermosa, inteligente, perfecta. La dejaste plantada una semana antes de la boda.

—Ella me dejó a mí —corrigió Diego entre dientes.

—¿Eso es lo que te dices para dormir? —Klaus se inclinó hacia adelante—. Todos sabemos la verdad, Diego. Tu padre descubrió algo. Algo sobre ti. Y le contó a Sofía. Por eso huyó. Por eso se casó con tu primo dos meses después.

Valentina vio cómo el rostro de Diego perdía todo color.

—Klaus, esto es inapropiado. —Hermann intentó mediar—. Estamos aquí para hablar de negocios...

—Los negocios son personales. —Klaus no apartó la vista de Diego—. ¿O vas a decirme que tu temperamento no ha costado a Cortés Hotels medio billón de dólares en contratos perdidos? ¿Qué ciento diez empleados despedidos en seis meses es "normal"?

—Vete a la m****a.

—Diego. —Valentina apretó su mano, intentando anclarlo.

Pero era tarde. Diego se puso de pie tan violentamente que su silla cayó hacia atrás.

—Esta cena terminó.

—¿De verdad? —Klaus sonrió—. ¿Vas a huir como siempre? ¿Como hiciste cuando tu padre murió gritando tu nombre?

El puño de Diego se estrelló contra la mesa. Platos, copas y cubiertos saltaron. El restaurante entero se quedó en silencio.

—Tú no sabes NADA de mi padre.

—Sé que no soportaba verte. Sé que la última palabra que dijo fue "decepción". —Klaus se puso de pie también—. Y sé que por eso Sofía te dejó. Porque vio lo que tu padre vio: un hombre roto jugando a ser CEO.

Diego rodeó la mesa tan rápido que Valentina apenas tuvo tiempo de interponerse.

—¡Diego, no! —Lo empujó contra el pecho—. No vale la pena.

—Quítate.

—No. —Sostuvo su mirada—. Míranos bien, Klaus. —Giró hacia el alemán sin soltar a Diego—. Viniste aquí a provocarlo. A hacerlo explotar frente a tu padre. ¿Por qué? ¿Qué ganas con destruir este contrato?

Klaus parpadeó. Por primera vez, su máscara se resquebrajó.

—Yo...

—¿Quién te está pagando? —continuó Valentina—. ¿Quién quiere que Cortés Hotels caiga?

—Nadie me paga nada. —Pero sus ojos se desviaron hacia Hermann por una fracción de segundo.

Hermann se puso de pie, tirando su servilleta sobre la mesa.

—Esta conversación terminó. Klaus, vámonos.

—Pero padre...

—AHORA.

Los alemanes salieron. El restaurante volvió lentamente a la vida. Diego seguía temblando bajo las manos de Valentina.

—Respira —susurró—. Por favor, solo respira.

—Me arruinó. —La voz de Diego sonó rota—. Ese hijo de puta me arruinó.

—No. Lo detuvimos antes de que pudieras golpearlo. No hay video. No hay demanda. —Lo guió de regreso a su silla—. Sobrevivimos.

Diego se dejó caer, enterrando el rostro entre sus manos.

—¿Escuchaste lo que dijo? Sobre mi padre. Sobre Sofía.

—Escuché mentiras de un hombre intentando lastimarte.

—No son mentiras. —Levantó la vista, sus ojos brillantes—. Mi padre me odiaba. Sus últimas palabras FUERON "decepción". Y Sofía... ella me dejó porque descubrió quién soy realmente.

—¿Y quién eres?

Diego rio sin humor.

—Alguien que no merece ser salvado.

Antes de que Valentina pudiera responder, un mesero se acercó tímidamente.

—Señor Cortés, los señores Schneider pagaron la cuenta completa. Y... el señor Klaus dejó esto para la señorita.

Extendió un sobre.

Diego lo arrebató, abriéndolo. Leyó. Su expresión se endureció hasta convertirse en piedra.

—¿Qué dice?

Sin palabra, le pasó la nota.

Valentina leyó la escritura elegante:

"Querida Valentina: Sé que el compromiso es falso. Dolores se lo contó a mi padre hace dos semanas en Zúrich. ¿Cuánto te está pagando Diego por la farsa? Te ofrezco el triple. Más gastos. Todo lo que tienes que hacer es irte. Antes de que él te destruya como destruyó a Sofía. Piénsalo. —K.S."

Al reverso, un número de cuenta bancaria suizo.

Valentina levantó la vista hacia Diego. Él la observaba con expresión inescrutable.

—¿Y? —preguntó quedamente—. ¿Vas a aceptar?

La pregunta no era sobre el dinero.

Era sobre si creía en él. Si se quedaría cuando todo el mundo le decía que huyera.

Valentina rompió la nota en pedazos pequeños.

—La única persona que decide cuándo me voy soy yo. —Sostuvo su mirada—. Y todavía no terminamos.

Algo cambió en los ojos de Diego. Alivio. Gratitud. Algo más profundo que no tenía nombre.

—Ven. —Se puso de pie, ofreciéndole su mano—. Necesito salir de aquí antes de que destruya algo más que mi reputación.

Salieron del restaurante hacia la noche de la Ciudad de México. Diego condujo en silencio, sus nudillos blancos sobre el volante. No hacia el penthouse. Hacia algún lugar más oscuro.

—¿A dónde vamos? —preguntó Valentina.

—A un lugar donde puedo respirar sin que me juzguen.

Veinte minutos después, se detuvieron frente a un bar en la Condesa. No el tipo de lugar que Diego Valentín Cortés frecuentaría: sucio, oscuro, música demasiado alta.

Perfecto para desaparecer.

Entraron. Diego ordenó tequila. Mucho tequila.

—No deberías beber después de...

—No deberías decirme qué hacer. —Bebió el primer shot—. No eres realmente mi prometida.

—No. Pero soy tu amiga. Creo.

Diego la miró con ojos ya vidriosos por el alcohol y algo más peligroso.

—¿Quieres ser mi amiga, Valentina? ¿Después de ver lo que soy? ¿Lo que Klaus dijo?

—Klaus es un imbécil.

—Klaus dijo la verdad. —Bebió otro shot—. Mi padre me odiaba. Sofía me dejó. Todos eventualmente me dejan.

Valentina tomó su mano sobre la barra.

—Yo no soy todos.

Sus miradas se encontraron. En la penumbra del bar, con música pulsando a su alrededor y tequila quemando sus gargantas, algo cambió.

Diego se inclinó. Valentina no se apartó.

Sus labios se encontraron a medio camino.

El beso fue desesperado, hambriento, cargado de todo el dolor y furia de la noche. Diego la jaló hacia él, sus manos enredándose en su cabello. Valentina respondió con igual intensidad, saboreando tequila y algo más oscuro en su lengua.

Cuando se separaron, ambos respiraban pesadamente.

—Esto es mala idea —murmuró Diego contra sus labios.

—La peor.

—Voy a arruinarte.

—Demasiado tarde. —Lo besó nuevamente—. Ya estoy arruinada.

Pero cuando Diego la levantó de la banqueta, listo para llevarla al baño, a su auto, a cualquier lugar donde pudiera tenerla, su teléfono vibró.

Se quedó congelado. Miró la pantalla.

—No —susurró—. No, no, no.

—¿Qué?

Diego giró la pantalla hacia ella.

Mensaje de número desconocido. Foto adjunta.

Valentina la abrió y su mundo se detuvo.

Era ella. Y Diego. Besándose. Tomada desde afuera del bar.

El mensaje decía:

"Lindo espectáculo. Los alemanes estarán encantados de ver esto. A menos que... digamos... ¿$5 millones USD? Tienes 24 horas. —Un amigo"

Chantaje.

Alguien los había fotografiado. Los estaba extorsionando.

Y tenían veinticuatro horas antes de que su farsa explotara públicamente.

Diego guardó el teléfono, su rostro una máscara vacía.

—Creo —dijo con voz muerta— que acabamos de cometer el error más caro de nuestras vidas.

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