Mundo ficciónIniciar sesiónLas tres de la madrugada.
Valentina despertó con el grito.
No era un grito normal. Era el tipo de sonido que arranca de las entrañas, crudo y animal. El tipo que solo emiten personas reviviendo sus peores pesadillas.
Se levantó de su cama —la habitación de invitados en el ala este del penthouse— y corrió descalza por el pasillo de mármol frío. La puerta de la habitación principal de Diego estaba entreabierta. Luz parpadeante de televisión iluminaba el interior.
Otro grito. Luego palabras en español entrecortadas por sollozos:
—No, papá... no... por favor no te vayas... AYUDA... ¡ALGUIEN!
Valentina empujó la puerta.
La habitación era obscenamente masculina: paredes grises, cama king size con sábanas negras revueltas, ventanales que ofrecían vista de la ciudad dormida. Diego estaba en el centro de la cama, sudoroso, temblando, atrapado en algún infierno que solo él podía ver.
—Diego. —Se acercó cautelosamente—. Diego, despierta.
Él se revolvió violentamente, sus manos arañando el aire como si intentara alcanzar algo.
—¡La sangre no se detiene! ¡HAZ QUE SE DETENGA!
Valentina se sentó en el borde de la cama, tomando sus hombros.
—Diego, estás soñando. Soy yo, Valentina. Estás a salvo.
Sus ojos se abrieron de golpe. Grises, salvajes, sin reconocerla. Por un segundo aterrador, pensó que la golpearía. Luego el enfoque regresó. La confusión. El horror de darse cuenta dónde estaba.
—M****a. —Se apartó bruscamente, pasándose las manos por el rostro—. M****a, m****a, m****a.
—¿Cuánto tiempo llevas teniendo estas pesadillas?
—Desde el accidente. —Su voz sonó destrozada—. Dos años. Todas las noches.
—¿Todas?
—A veces dos veces por noche. —Rio sin humor—. Por eso tomo pastillas. Ambien, Xanax, lo que sea que me deje inconsciente lo suficiente para no soñar.
Valentina miró la mesa de noche. Cinco frascos de pastillas. Algunos vacíos.
—Diego... esto es peligroso. Estás mezclando benzodiacepinas con...
—Con alcohol, lo sé. —Se levantó, caminando hacia el ventanal—. Los doctores me lo dijeron. Dolores me lo dijo. Todos me lo dicen. Pero nadie entiende que prefiero morir por sobredosis que volver a ver...
Se detuvo. Respiró hondo. Sus hombros temblaban.
Valentina fue hacia él, deteniéndose a medio metro de distancia. Suficientemente cerca para tocarlo, suficientemente lejos para darle espacio.
—¿Ver qué?
Silencio. La ciudad parpadeaba abajo como millones de vidas ajenas a su dolor.
—Sus ojos. —La voz de Diego era apenas susurro—. Mi padre. Atrapado en el auto retorcido. La puerta no abría. El cinturón lo estrangulaba. Y había tanto vidrio... tanta sangre...
—Diego...
—Me miraba. —Se giró hacia ella, lágrimas corriendo por su rostro sin que pareciera notarlas—. Me suplicaba con los ojos que lo salvara. Y yo intenté. Dios, cómo intenté. Jalé la puerta hasta que mis manos sangraron. Grité por ayuda hasta que mi voz se rompió. Pero la ambulancia... tardaron cuarenta y tres minutos. Cuarenta. Y. Tres. Minutos.
Valentina sintió cómo se le rompía el corazón.
—No fue tu culpa.
—Él sabía que iba a morir. —Diego se limpió las lágrimas con el dorso de la mano—. Lo vi en sus ojos. Esa resignación. Y entonces... entonces dijo mi nombre. Una vez. Bajito. "Diego."
—¿Sí?
—Y luego dijo: "Decepción." —Su voz se quebró completamente—. Esa fue su última palabra. No "te amo". No "perdón". Solo... decepción.
—Klaus estaba mintiendo...
—NO. —Diego golpeó el ventanal con el puño—. Klaus decía la verdad. Mi padre murió odiándome. Porque una semana antes, Sofía había entrado a su oficina. Le contó por qué me estaba dejando. Y lo que le dijo... lo que ella descubrió sobre mí...
Se detuvo, como si las palabras le quemaran la garganta.
—¿Qué descubrió? —Valentina dio un paso más cerca—. Diego, ¿qué secreto tienes que fue tan terrible?
Él la miró con ojos rojos, devastados.
—Si te lo digo, te irás. Como ella.
—Ponme a prueba.
Diego rio amargamente.
—No estás lista para esa verdad. Infierno, ni yo estoy listo para decirla en voz alta.
Valentina extendió su mano, rozando su mejilla con los nudillos. Él se tensó pero no se apartó.
—Entonces dime algo que sí puedas. Algo real.
Diego cerró los ojos, inclinándose hacia su toque como planta hacia el sol.
—Tengo miedo —susurró—. Todo el tiempo. De dormir. De cerrar los ojos. De que cuando los abra, todo lo que construí se habrá derrumbado. Como ese auto. Como mi padre. Como yo.
—No estás derrumbándote.
—Mira a tu alrededor. —Abrió los ojos—. Pastillas. Alcohol. Pesadillas. Empleados que me temen. Socios que me odian. ¿Ves a un hombre entero?
—Veo a un hombre sobreviviendo un trauma. —Movió su mano a su pecho, sintiendo cómo su corazón latía salvajemente—. Veo a alguien que necesita ayuda pero tiene demasiado miedo de pedirla.
—¿Y si la ayuda no es suficiente? ¿Si estoy roto más allá de reparación?
—Nadie está roto más allá de reparación. —Se acercó más, eliminando la distancia—. Solo hay personas que eligen rendirse. ¿Eres de esos?
Sus rostros estaban a centímetros. Valentina podía ver cada pestaña, cada pequeña cicatriz en su piel, la forma en que sus pupilas se dilataban mirándola.
—No sé qué soy cuando estoy contigo —murmuró Diego—. No soy el CEO. No soy el hijo decepción. Solo soy... yo.
—Entonces sé tú.
Diego levantó su mano, enredando sus dedos en el cabello de Valentina. La atrajo más cerca, sus frentes tocándose.
—Esto es mala idea —susurró contra sus labios.
—Ya lo dijiste en el bar.
—Sigo teniendo razón.
—Cállate y bésame.
Sus labios se encontraron con más suavidad que en el bar. Menos desesperación, más necesidad. Como si Diego estuviera memorizando su sabor, su textura, la forma en que ella suspiraba contra su boca.
Las manos de Valentina subieron por su pecho desnudo —solo usaba pantalones de pijama— sintiendo músculos tensos bajo piel caliente. Diego la jaló más cerca, profundizando el beso, una mano en su cabello y la otra en su cintura.
—Valentina... —Rompió el beso, su respiración errática—. Si no te detienes ahora, no voy a poder...
—¿Quién dijo que quiero que te detengas?
Algo oscuro brilló en sus ojos. Hambre. Necesidad. Control deslizándose.
La levantó de golpe, sus piernas envolviéndose alrededor de su cintura. Caminó hacia la cama, depositándola sobre las sábanas revueltas. Se cernió sobre ella, sus ojos recorriéndola como si fuera última gota de agua en el desierto.
—Última oportunidad —dijo roncamente—. Porque una vez que empiece, no habrá vuelta atrás.
Valentina lo jaló hacia abajo, besándolo con respuesta clara.
Diego gruñó contra sus labios, sus manos deslizándose bajo su camiseta —una vieja de UCLA que había encontrado en el clóset—, explorando piel suave. Valentina arqueó su espalda, sintiendo cada centímetro de su cuerpo presionado contra el de ella.
Sus manos bajaron hacia el elástico de su pantalón cuando—
DING.
El teléfono de Diego vibró en la mesa de noche. Luego otra vez. Y otra.
—Ignóralo —murmuró Valentina contra su cuello.
—Créeme, quiero. —Pero algo en su tono había cambiado.
DING. DING. DING.
—Mierda. —Diego se levantó, tomando el teléfono.
Valentina lo vio leer. Vio cómo su rostro pasaba de excitación a confusión a furia absoluta.
—¿Qué pasa?
Diego le mostró la pantalla.
Tres mensajes de Dolores:
"Cena familiar el viernes con los Schneider. Hermann quiere 'conocer mejor a la novia'. Klaus insiste. No es opcional."
"Ah, y Diego... la foto del bar está circulando en el consejo. Alguien la envió anónimamente. Reunión de emergencia mañana a las 7 AM."
"Sugerencia: prepara explicaciones. O abogados. Probablemente ambos."
—Nos jodieron —dijo Diego, dejándose caer en el borde de la cama—. Quien sea que nos fotografió no esperó las 24 horas. Ya la distribuyó.
Valentina se sentó, jalando sus rodillas contra su pecho.
—¿Quién en el consejo te odia lo suficiente para esto?
—¿Quién no? —Rio sin humor—. Gutiérrez. Ramírez. Miranda.
—¿Miranda? ¿Tu hermana?
—Media hermana. —Diego se puso de pie, caminando hacia su clóset—. Hija de la primera esposa de mi padre. Me odia desde que nací porque "le robé su herencia". Como si yo pidiera nacer.
Comenzó a vestirse: jeans oscuros, suéter negro.
—¿A dónde vas?
—A hacer algo que debí hacer hace tiempo. —Se giró hacia ella—. Voy a revisar las cámaras de seguridad del bar. Ver quién nos fotografió.
—Te acompaño.
—No. Es peligroso. Si quien nos chantajea está conectado con...
—No me importa. —Valentina se bajó de la cama—. Vamos juntos o no vas.
Diego la estudió. Luego asintió.
—Vístete. Salimos en cinco.
Valentina corrió a su habitación, cambiándose rápidamente. Jeans, sudadera, tenis. Cuando regresó, Diego esperaba en la sala con llaves del auto.
—¿Lista para romper algunas leyes?
—¿Vamos a hackear cámaras de seguridad?
—Algo así. —Sonrió sin humor—. Tengo contacto en la policía cibernética. Le debo favores. Esta noche cobro.
Salieron del penthouse hacia el elevador privado. Mientras bajaban, Valentina notó algo extraño.
Pequeñas lucecitas rojas en las esquinas del techo del elevador. Casi imperceptibles.
—Diego... ¿eso es...?
—Cámara de seguridad. Sí. El edificio las tiene en todos lados.
—Ah. —Pero algo en su tono sonó falso.
Llegaron al estacionamiento subterráneo. El Porsche esperaba en su lugar reservado. Diego abrió la puerta de Valentina, caballeroso incluso en medio del caos.
Mientras él rodeaba el auto, Valentina miró hacia arriba.
Otra lucecita roja. En el techo del estacionamiento. Apuntando directamente al Porsche.
Su estómago se contrajo.
Subieron. Diego arrancó el motor, las luces automáticas iluminando el concreto gris. Y en ese segundo de claridad, Valentina la vio.
En el tablero del Porsche. Diminuta. Del tamaño de un botón.
Una cámara.
—Diego. —Su voz sonó extraña—. ¿Por qué tienes una cámara en el tablero de tu auto?
Él se tensó. Solo un segundo. Pero suficiente.
—Seguro. Por si chocan o...
—Está apuntando hacia adentro. —Lo miró—. Hacia los asientos. Hacia... nosotros.
Silencio.
—Valentina...
—¿Cuántas cámaras tienes?
—Es para seguridad...
—¿CUÁNTAS?
Diego no respondió. Solo aceleró, saliendo del estacionamiento hacia la noche.
Pero Valentina ya sabía la respuesta. Lo veía en su rostro. En la forma en que evitaba su mirada.
Cuando llegaron al penthouse esa madrugada —después de revisar cámaras de seguridad que no mostraron nada útil, solo sombras y píxeles— Valentina esperó a que Diego se durmiera.
Luego comenzó a buscar.
Las encontró en treinta minutos.
Sala: tres cámaras. Cocina: dos. Pasillos: una cada diez metros. Su habitación de invitados: una en la esquina del techo, otra en el detector de humo falso.
Baño: cámara en el extractor.
Su sangre se convirtió en hielo.
Diego Valentín Cortés la había estado vigilando. Desde el primer día.
Cada momento. Cada conversación privada con Lucía. Cada vez que se cambió de ropa pensando que tenía privacidad.
Todo grabado. Todo observado.
Valentina volvió a su habitación, cerró la puerta con llave, y miró directamente a la cámara del techo.
Levantó su dedo medio.
Luego apagó la luz, se metió en la cama, y lloró en silencio.
Porque el hombre del que se estaba enamorando resultó ser exactamente lo que Klaus había advertido:
Alguien que destruye todo lo que toca.
Empezando por la confianza.







