Mundo ficciónIniciar sesiónLa sala de consejo del piso treinta y tres olía a cuero italiano, café de quinientos pesos el kilo y testosterona.
Valentina entró tres minutos tarde —maldito elevador que se detuvo en cada piso— y once pares de ojos masculinos la evaluaron con la sutileza de tiburones detectando sangre. La mesa de nogal pulido se extendía por seis metros, rodeada de sillas ergonómicas que costaban más que su renta anual. Ventanales del piso al techo enmarcaban la Ciudad de México como si fuera su reino personal.
Diego presidía la cabecera, reclinado en su silla como rey aburrido. Ya se había cambiado: traje Tom Ford gris oscuro, camisa blanca sin corbata —el cuello abierto mostrando el inicio de su garganta bronceada—, cabello peinado hacia atrás aunque un mechón rebelde caía sobre su frente. Parecía portada de GQ. O de un thriller psicológico.
—Qué considerado de tu parte acompañarnos, señorita Solís. —Su voz cortaba como navaja envuelta en terciopelo—. Toma asiento.
Señaló la única silla vacía. Por supuesto. Justo a su derecha. Donde todos podrían observarla como espécimen de laboratorio.
Valentina caminó con la cabeza en alto, ignorando las miradas que se pegaban a sus piernas, su cintura, su escote inexistente. Se sentó, cruzó las piernas y sacó la libreta que había robado del escritorio de Diego.
—Caballeros —continuó Diego sin mirarla—, como decía antes de la interrupción, el proyecto Los Cabos requiere...
—Disculpe, señor Cortés. —La voz provenía del otro extremo de la mesa. Un hombre de cincuenta años, barriga prominente, traje Armani—. ¿Quién es exactamente la señorita y por qué está en una junta clasificada del consejo?
Diego sonrió. Fue sonrisa de lobo mostrando colmillos.
—Excelente pregunta, Gutiérrez. Señorita Solís, preséntate.
Todas las miradas se clavaron en ella. Valentina sintió el calor subir por su cuello, pero mantuvo la voz firme:
—Valentina Solís. Nueva asistente ejecutiva del señor Cortés.
—¿Asistente? —Otro hombre, este más joven, con gel excesivo en el cabello—. Pensé que habíamos acordado no contratar más personal hasta después de...
—Dolores la contrató —cortó Diego—. Sin consultarme. Aparentemente decidió que necesito supervisión.
Risas. Incómodas, forzadas. El tipo de risa que das cuando tu jefe hace un chiste que no es gracioso pero tienes hipoteca.
—Continuemos. —Diego abrió su laptop—. Los permisos ambientales se retrasan tres meses. Propongo acelerar mediante... incentivos financieros a los funcionarios clave de Semarnat.
Silencio.
Valentina levantó la mano.
—¿Sí? —Diego ni siquiera la miró—. ¿Necesitas permiso para ir al baño?
Más risas. Estas más genuinas.
—Necesito señalar que lo que acabas de sugerir es soborno. Que es delito federal. —Mantuvo su tono profesional—. Penado con cinco a quince años de prisión según el artículo 222 del Código Penal Federal.
El silencio cambió de calidad. Ya no era incomodidad. Era shock.
Diego giró lentamente hacia ella. Sus ojos grises se habían vuelto de acero.
—¿Disculpa?
—Dije que sugerir soborno en junta corporativa grabada —señaló la cámara del techo— es probablemente la peor idea desde que alguien decidió que el Titanic no necesitaba suficientes botes salvavidas.
Alguien ahogó una risa. Se convirtió en tos cuando Diego lo fulminó con la mirada.
—Señorita Solís —su voz bajó a ese registro peligroso que Valentina estaba aprendiendo a reconocer—, no recuerdo haberte pedido tu opinión.
—No la pediste. Pero soy psicoterapeuta especializada en prevención de crisis. —Se giró hacia el consejo—. Y puedo decirles, caballeros, que su CEO está a punto de cometer un error que destruirá esta empresa.
—YA BASTA.
Diego se puso de pie tan bruscamente que su silla rodó hacia atrás. La sala entera pareció encogerse.
—Gutiérrez, continúa la presentación. —Caminó hacia Valentina, tomándola del brazo—. La señorita Solís necesita un recordatorio sobre protocolo corporativo.
La sacó de la sala con fuerza suficiente para dejar claro quién mandaba, pero sin lastimarla. Apenas. Los murmullos explotaron detrás de ellos antes de que la puerta se cerrara.
Diego la arrastró por el pasillo hasta una oficina vacía. La empujó dentro y cerró de un portazo que hizo vibrar las ventanas.
—¿EN QUÉ PUTA ESTABAS PENSANDO?
Valentina se recompuso, alisando su blusa.
—Pensaba en salvarte de cometer un crimen que podría enviarte a prisión.
—¡NO NECESITO QUE ME SALVES! —Caminó hacia ella como toro enfurecido—. ¡NECESITO QUE HAGAS TU TRABAJO! ¡QUE ES CALLARTE Y TOMAR NOTAS!
—Mi trabajo es evitar que destruyas tu vida. —No retrocedió—. Y soborno grabado es boleto de ida a Reclusorio Norte.
—Esa cámara está apagada.
—¿Estás seguro? Porque las luces LED estaban encendidas.
Diego se detuvo. Valentina vio el momento en que la duda cruzó su rostro.
—Además —continuó ella, aprovechando la ventaja—, la mitad de ese consejo te odia. ¿De verdad crees que ninguno grabó con su celular? ¿Que no están esperando el momento perfecto para hundirte?
—Tú no sabes nada de mi consejo.
—Sé que Gutiérrez preguntó por mí para ponerte en evidencia. Sé que el tipo del gel excesivo —¿Ramírez?— cuestionó mi contratación para socavar tu autoridad. —Dio un paso hacia él—. Sé que estás rodeado de buitres esperando tu caída. Y acabas de darles munición gratis.
Diego la miró como si estuviera viendo por primera vez. No a la empleada. A ella.
—Estás despedida —dijo finalmente, pero su voz había perdido filo.
—Genial. Transfiéreme tres millones de pesos antes de las cinco.
—¿Tres millones? El contrato dice...
—El contrato dice que si me despides sin causa justificada, me debes tres meses de salario más indemnización. —Valentina se cruzó de brazos—. Treinta mil al mes, por doce meses, más bonos. Haz las cuentas.
Era mentira. Total mentira. No había leído esa parte del contrato. Pero apostaba a que Diego tampoco.
—No te voy a pagar ni un peso.
—Entonces no estoy despedida.
Se miraron. Gris contra café. Ninguno parpadeaba.
Fue Diego quien rompió primero. Se pasó las manos por el cabello, arruinando el peinado perfecto. Giró hacia la ventana, dándole la espalda.
—No entiendes —murmuró, y por primera vez sonó cansado en lugar de furioso—. Ese proyecto... Los Cabos... es lo único que mantendrá a flote esta empresa. Si no lo cierro antes de enero, perdemos a los inversionistas alemanes. Y si los perdemos a ellos...
—Pierdes todo.
—Pierdo el legado de mi padre. —Su voz se quebró levemente en "padre"—. Lo único que me dejó antes de...
Se detuvo. Respiró hondo. Cuando volvió a hablar, la vulnerabilidad había desaparecido.
—Necesito esos permisos. No importa cómo.
—Hay una forma legal. —Valentina se acercó cautelosamente, como aproximándose a animal herido—. Mi hermana tiene contacto en Semarnat. Profesor universitario con veinte años de experiencia. Si le presentamos el caso correctamente, enfatizando el impacto ambiental positivo, las inversiones en conservación...
—¿Cuánto tiempo?
—Dos semanas. Tal vez tres.
—Tengo una.
—Entonces trabajaremos día y noche. —Se paró junto a él frente a la ventana—. Pero sin sobornos. Sin atajos ilegales. Y definitivamente sin gritar a funcionarios públicos.
Diego la miró de reojo. Algo parecido a respeto cruzó su rostro.
—¿Por qué haces esto? —preguntó quedamente—. Dolores te está pagando, seguro. Pero nadie aguanta mi m****a por dinero. Todos renuncian. Siempre.
Era oportunidad perfecta para mentir. Para mantener la fachada profesional.
En lugar de eso, Valentina dijo la verdad:
—Porque reconozco a alguien que está sufriendo. —Sostuvo su mirada—. Y porque parte de mí entiende qué se siente perder a alguien que era tu ancla. Que te mantenía cuerdo.
Diego se tensó.
—No sabes nada de mí.
—Sé que guardas la foto de Sofía bajo llave. Sé que no has superado lo que sea que pasó con ella. —Valentina dio un paso más cerca—. Y sé que toda esta furia, esta destrucción, es porque no sabes cómo procesar el dolor.
—Cállate.
—Sé que tu padre murió en tus brazos. Que lo viste...
—DIJE QUE TE CALLES.
Diego giró tan rápido que Valentina chocó contra su pecho. Él la tomó por los hombros, sus dedos hundiéndose en su piel. No fuerte. No doloroso. Pero firme. Desesperado.
—No tienes derecho —susurró con voz rota— a hablar de cosas que no entiendes.
—Entonces ayúdame a entender. —Valentina levantó la mano, rozando su mejilla—. Porque no puedo ayudarte si no sé qué te rompió.
Los ojos de Diego se clavaron en los suyos. Grises como tormenta a punto de estallar. Bajaron a sus labios. Subieron. Bajaron nuevamente.
La distancia entre ellos era milimétrica. Valentina podía sentir el calor de su cuerpo, su respiración errática contra su frente, la tensión en cada músculo de su torso pegado al de ella.
—Vas a odiarme —murmuró Diego—. Cuando sepas quién soy realmente, vas a huir como todos.
—Pruébame.
El teléfono de Diego vibró.
Se quedaron congelados. El momento se rompió pero ninguno se movió.
Volvió a vibrar. Y otra vez.
Diego maldijo en voz baja, sacando el teléfono de su bolsillo. Miró la pantalla. Y Valentina vio cómo toda la sangre abandonaba su rostro.
—¿Qué pasa? —susurró.
Diego leyó el mensaje una vez. Dos veces. Tres.
Sus manos temblaban.
—No puede ser —murmuró—. No ahora. No después de cinco años.
—Diego, me estás asustando.
Él levantó la vista hacia ella. Y lo que Valentina vio en esos ojos grises la heló hasta los huesos.
Terror puro.
—Es Sofía —dijo con voz muerta—. Quiere verme.
El mundo se detuvo.
—¿Sofía? ¿La de la foto?
—Sí.
—Pero dijiste que ya no existía.
—Dije que para mí ya no existía. —Diego guardó el teléfono con manos temblorosas—. Eso no significa que esté muerta.
—No entiendo...
—Sofía es mi ex prometida. —Las palabras salieron como si le dolieran físicamente—. Me dejó plantado en el altar hace cinco años. El día que mi padre tuvo el accidente.
Valentina sintió cómo todo encajaba de golpe. La foto de boda. El dolor en sus ojos. La furia contenida.
—Diego...
—Se casó con mi primo. —Rio sin humor—. Dos meses después de dejarnos. Y ahora, después de cinco años sin una puta palabra, quiere verme.
—¿Qué vas a hacer?
Diego la miró como si fuera extraña.
—Nada. Voy a ignorarla. Como ella me ignoró a mí mientras mi padre moría.
Pero Valentina vio la verdad en sus ojos.
Iba a verla.
Porque algunas heridas nunca cierran.
Y Sofía era la herida más profunda de Diego Valentín Cortés.







